Capitulo 3: Se pasea por la casa?

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Mi curiosidad me gano y una noche entré en una sala de esta inmensa casa que estaba lujosamente amueblada; pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. 

Al entrar percibí un olor indescifrable de mucha intensidad, tan espantoso que penetraba por los poros dándome escalofríos; se encontraba un lecho de madera tallada, algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella parte de la casa estaba abandonada por completo. 

El gabinete tenía una sola ventana con vistas a la calle estrecha y sombría, a la que hacía esquina la casa de Alejandro; enfrente de la ventana había un armario de espejo; a un lado de este estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas sillas iguales a las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que diez años antes perteneció a la tía de Alejandro. Permanecí allí breves instantes, y luego, llegada ya la hora de la cena, fui en busca de la familia y de sus convidados, sentándonos todos a una mesa suntuosamente servida. 

La cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino a turbar la alegría de algunos y a causar profunda impresión en el ánimo de Alejandro. Las campanas de la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una queja que hería nuestros oídos a la vez que nuestro corazón.

-¿A qué tocan? -preguntó Klohe a un criado que estaba cerca de ella.

-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-. -Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va a morir, cuando muere, cuando es el funeral y...

-¿Quién está muriendo? -interrumpió Klohe.

-Una joven de diecisiete años.

-¿Cómo se llama? -preguntó Alejandro, cuyo rostro estaba lívido.

-Ross -dijo el criado.

Doña Alena le lanzó una mirada furiosa; Alejandro bajó la mirada, y observé que sus manos temblaban; en Klohe y su madre sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba a abandonar esta tierra por un mundo desconocido. Era Klohe tan dichosa, que pensaba que la humanidad entera debía participar de su ventura y no querer cambiarla por todos los goces celestiales.

Alejandro, pretextando que el calor que en el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento a la habitación inmediata, y yo le seguí.

-¿Qué te pasa? -le pregunté.

-Se llama Ross y tiene diecisiete años -murmuró.

-Es una casualidad. 

-Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagio tres días antes de mi boda?

Procuré distraerle, pero fue en vano; la campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Alejandro, que conocía aquel toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.

Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulces palabras de Klohe vencieron los temores de Alejandro, que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente.,


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