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Ya luego de retirarnos cada quien a nuestras respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas a la plaza y se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible conciliar el sueño; me puse a leer un rato, escribí otro, y, por último, me levanté y empecé a pasear con alguna agitación por la alcoba.Un instante después noté cierto movimiento en la habitación de Alejandro, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió Ross.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni entrarás hoy tampoco! -exclamé con decisión-. Tú estás loco y has empezado a contagiarme. Nunca debiste volver a esta casa, ni a este pueblo!.
-Hace once años que mi tía es una madre para mí; once años que sé lo que es el amor filial; ¿querías que me casase lejos de ella? -me dijo Alejandro con un tono triste-.
-En buena hora; ya has cumplido con ese deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una sola vez -dijo en tono suplicante-; una sola para saber si Ross permite que me case con Klohe. Mira -añadió-, si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario, encuentro alguna alteración...
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estaba igual en el cuarto donde murió Ross, y no vacilé más, dejando pasar al joven al gabinete.
Alejandro abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en la alcoba de Ross un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba una mujer en la que reconocí a la madre Margarita, la loca que hallé por la tarde en el cementerio.
Alejandro lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces y vi el dormitorio oscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en busca de Alejandro y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba a una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Ross. Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del estado excepcional en que Alejandro y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la propia casa de mi amigo. La presencia de la madre Margarita era natural allí, pues según acostumbraba a hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Alejandro. Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella habitación; me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.
-¡Donde murió ella! -exclamó Alejandro con voz apagada-; tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi amigo, agarre sus manos, que estaban frías, y las separé de su rostro, que parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar a los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de Dupont, Klohe, doña Alena, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba Alejandro.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Klohe.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Alejandro, retrocediendo al punto, porque el corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Alena; y comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones. Me volví hacia la puerta y vi a la madre Margarita que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho que Alejandro y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Ross estuvo enferma, a la casa donde murió. Diez años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta ventura!
Así fue como presencie la muerte de mi querido amigo Alejandro, tanto que pude hacer y la su vez nada. Un sentimiento de tristeza era lo más apropiado que podía sentir en ese momento por la perdida de mi amigo, sin embargo mi tristeza se centraba más por la señorita Klohe ya que ella había perdido a su prometido a pocos días de su boda...
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En Donde Murió Ella
RomanceEsta historia esta narrada por un amigo muy cercano a esta familia algo particular, esta misma trata de un amor tan profundo que ni una nueva vida, esposa y la misma muerte conspiro para que estas dos almas puedan estar juntas.