Capítulo 2 - Hefrid

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Desperté con los rayos del sol en mi rostro y la sensación cálida de una manta envolviéndome. Abrí mis ojos lentamente, con cansancio, como si lo que había vivido el día anterior hubiese sido poco más que una pesadilla. Eso creí hasta que noté por el olor de la madera que no estaba en el castillo, sino en una cabaña aún en el Bosque Nebulosa. El sol indicaba que eran las primeras horas del día, brutalmente frías, pero la calidez cuando me quité la manta fue igual a la magia de Dewind y así supe que estaba en su casa. Me levanté de la cama lentamente, esperando el insoportable dolor de la herida que el Katza me había hecho. No hubo nada, no sentía dolor o molestia en la pierna herida, pero había una venda que la cubría y no me atreví a quitarla para ver lo que había debajo. Caminé fuera de la pequeña habitación para salir a lo que parecía ser la sala principal, unida a una cocina que apenas tenía lo esencial. En ella se encontraba la mujer que había visto la noche anterior. Se giró al escuchar mis pasos y me miró con sus ojos grandes y brillantes, de un azul más vivo que el de los ojos de su hijo. Su cabello era largo hasta la cintura, de un blanco puro difícilmente comparable. Esperaba un interrogatorio, pero sus labios se curvaron en una dulce sonrisa antes de saludarme con la mano, no con palabras. Yo le devolví el saludo inclinando la cabeza.

—Gracias por salvarme la vida.

—Tú salvaste a mi hijo, vi como corrías con él a tu espalda. Siento no haber podido llegar más rápido hasta donde estaban.

—No, no se disculpe, fui yo quien ocasionó el problema, me dejé engañar por su cría.

—Los Katza son astutos desde el nacimiento. Eres solo un niño, ¿Cuántos años tienes?

—Doce, señora.

Comenzó a reír entre dientes, como si le hubiese contado un chiste.

—Llámame Fiella, pequeño. Mi hijo apenas ha cumplido nueve años, me alegra que le hayas protegido, por desgracia gastó muchas energías y estará durmiendo un par de días. No creo que puedas despedirte, tus padres deben estar preocupados.

—Seguro que todos me están buscando, me fui sin decir nada.— Admití con clara vergüenza, arrepintiéndome de haberme ido por mi cuenta a un bosque tan peligroso como fantástico. Fiella suspiró y puso ambas manos en su cintura, mirándome como si fuese un animal abandonado.

—Te llevaré hasta el final del bosque. ¿Sabrás volver a casa desde ahí?

—Sí, por supuesto. Mi casa queda cerca del bosque.

Ella era adulta, no quería revelar mi identidad ya que no parecía haberse dado cuenta de que era el príncipe, tal como Dewind. Si él había reaccionado con terror ante mi, no quería descubrir la reacción de su madre. Parecía una mujer amable y sensata, pero también era muy poderosa. Tampoco podía revelar que alguien así estaba en el bosque o las tropas cargarían contra ellos sin pensar si son aliados o no.
Tras dejar mis pensamientos a un lado, noté como ella seguía mirándome fijamente.

—¿Pasa algo?

—Me recuerdas a un conocido, nada más.

Volvió a mostrar su dulce sonrisa y me indicó que me sentarse para desayunar algo antes de partir. Mi estómago se llenó minutos después con los más deliciosos bollos caseros que había probado nunca. Charlé con ella un poco mientras comía y luego me dio mis cosas, que se había molestado en recoger de la cueva. No cuestioné como sabía donde estaban, supuse que Dewind había recuperado la consciencia para contarle.

Al salir de nuevo al frío invernal, me afectó menos tras una noche a la intemperie. Caminaba tras ella sin hablar demasiado, hasta que recordé mi herida.

—Mi pierna… ¿Por qué no duele?

—Te curé y usé magia para que no te doliera. Debes tratarla cuando llegues, te quedará una cicatriz bastante grande, pero pude prevenir cualquier otra consecuencia.

—Muchas gracias, de verdad.

—Solo es mi recompensa por cuidar de Dewind.

Más bien, él había cuidado de mi, pero no me atreví a corregirla. El resto del camino transcurrió en silencio, solo acompañados por los sonidos del bosque hasta que pude ver de nuevo los árboles marchitos por el invierno. Más adelante, el ajetreo del castillo era más que evidente.

—Aquí te dejo, espero que puedas llegar a salvo.

—Gracias por traerme.

—No hay de qué, niño.

Antes de despedirme ella ya había desaparecido entre los árboles helados. Caminé hasta el muro del castillo, dejándome ver por un guardia que me escoltó hasta el interior. El calor de mi hogar era reconfortante hasta que vi a mi madre, en pie en lo alto de las escaleras. Me apresuré a subir junto a ella para sostenerla, por si sus piernas fallaban y caía abajo, pero ella me apartó y golpeó con suavidad mi cabeza. Las lágrimas en sus ojos provocaron las mías.

—¿Sabes en qué lío te has metido? ¿Lo preocupada que me tenías? Más te vale darme explicaciones.

Mi voz salió en un tartamudeo nervioso por culpa de las lágrimas que bajaban mis mejillas. No sabía bien qué decirle sin que se enfadase, no había ninguna excusa que ponerle.

—Lo siento, madre, quise visitar el bosque y…

—¿¡El Bosque Nebulosa!? Te dije mil veces que no fueses por tu cuenta a un lugar tan peligroso.

—Lo siento…

Esperaba un golpe, una paliza como las que mi padre me propinaba cuando hacía algo mal, pero en lugar de eso ella se arrodilló y me dio un gran abrazo. No sabía que había hecho que sufriera tanto al irme, pero podía notar que así había sido. Me prometí no hacer algo así de nuevo, solo por su bien. Ella debía descansar y no estresarse, ni siquiera debería levantarse de la cama, pero ahí estaba. Me aferré a su abrazo, cálido y protector, asegurándome de recordar esa sensación antes de tener que separarme. La acompañé a su habitación para que pudiera descansar después de tantas emociones.

—Madre, ya no volveré a hacer algo así, lo juro. Seré un príncipe sensato a partir de ahora.

Ella sonrió como respuesta y alzó lentamente su mano hasta tocar mi mejilla. Sus manos siempre habían sido frías y suaves, me habían asustado más de una vez al tomarlas mientras dormía, pensando que tal vez no despertaría. Ese momento estaba inevitablemente cerca, y como si leyera mi mente habló.

—Cuando yo ya no esté aquí debes prometerme que cuidarás bien del reino. Eres un chico listo, estoy segura de que harás lo correcto, así que promete que cuidarás de la buena gente de estas tierras…

—Lo juro, madre, cuidaré de todos y mantendré la paz. Las guerras que padre ha iniciado tendrán un final. Lo juro.

Eso fue suficiente para ella, suficiente para poder estar tranquila de nuevo. Detuvo la caricia y bajó la mano, poniéndola ahora sobre su pecho, como si quisiera sentir sus latidos una última vez, pero aún no era su hora. Sería pronto, pero aún no. No cuando mi padre aún no regresaba de la batalla contra Rocto en la frontera.

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En los días posteriores a mi regreso me vi obligado a tomar las responsabilidades de ambos reyes para asegurarle a mi madre un reposo completo hasta que recuperase las fuerzas suficientes para ocuparse de lo esencial. Decir que era difícil cumplir con cada una de las obligaciones que ambos tenían cada día era poco, ni siquiera la ayuda de los consejeros era suficiente para ayudarme a orientarme mejor en el puesto temporal de rey. Nadie fuera del castillo sabía que un niño de apenas doce años estaba dirigiendo todo un reino y era mejor que así fuera, pues no se me estaba dando demasiado bien y una revuelta era lo último que necesitábamos. Al estar en el puesto de rey pude notar la forma en la que había subestimado la que un día sería mi tarea durante toda mi vida, por lo que decidí dar un cambio a mi actitud y dejar a un lado las aventuras que siempre había adorado para centrarme de lleno en mis estudios, tanto los que me eran obligatorios como un extra para aprender a ser el mejor rey posible.
Poco a poco, las cosas comenzaban a mejorar y me orientaba mejor en mis labores diarias, incluso disfrutándolas cuando las dominé por completo. Tal como le prometí a Dewind, evité que bandidos siguieran robando la magia del bosque e intenté encontrar la manera de que la magia en los árboles muertos volviera a surgir. Me cargaba cada vez con más responsabilidades y a la vez intentaba pasar tiempo con mi madre para asegurarme de su bienestar. Ella no había podido levantarse de la cama desde mi fuga, lo que me hacía sentir culpable, y esa culpa me impulsaba para seguir dándolo todo por la promesa que  hice y más para demostrarle a ella y a mi padre que el Reino estaría en buenas manos conmigo.

La guerra fronteriza con Rocto no había cesado en el par de meses que yo llevaba a cargo de todo. Padre mandaba noticias desde el campamento para que madre pudiese estar tranquila al saber que su marido seguía vivo y yo podía continuar mis labores con la esperanza de que al volver reconociera por fin que yo era útil. Las noticias de la guerra se extendían por todo el reino, tergiversando las palabras ocasionalmente para mantener la calma común, cosa que el consejero más veterano había aconsejado. Al parecer, por las cartas que llegaban cada vez con menos frecuencia, estábamos perdiendo una parte de la frontera por culpa de las armas hechas de metal maldito. Nuestros magos entrenados, que formaban las defensas en las primeras filas, caían uno tras otro por los efectos inhibidores de la oscuridad de esas armas. Mi preocupación no se comparaba a la de mi pobre madre, que esperaba ansiosa noticias buenas sobre la frontera y la salud de mi padre.

Pasó otro mes antes de que el rey enviase otra carta informando la situación en la frontera. La crisis se había superado y las tropas enemigas fueron reducidas al punto de tener que retirarse. Eso era un alivio para mí, pensé, mientras leía la carta antes de continuar con una segunda hoja después de las buenas noticias. Al parecer, sus carruajes y caballos habían sido saboteados al inicio de la guerra y debían llegar caminando desde la frontera. El viaje a pie les costaría al menos una semana más, pero no era tanto en comparación al tiempo que ya había pasado. Con el enemigo retirado la guerra se había dado por ganada y podía notificarse oficialmente que el rey volvería de la guerra sano, salvo y victorioso. Esperaba una alegría común entre las gentes del reino, pero los mensajeros informaron que había cundido el pánico en aquellos que escucharon la noticia. Los que simplemente estaban llenos de ira, expresaron a gritos su opinión, declarando que la gestión y el gobierno que la reina había impartido en ausencia del rey había sido mucho mejor a lo que cualquiera había vivido en esas tierras. No pude entender lo que llegaba a mis oídos, yo pensaba que estaba haciendo las cosas igual que mi padre, pero parecía ser lo contrario. Al revisar los presupuestos y fondos destinados a cada asunto de los años y meses anteriores descubrí todo. Había destinado el dinero únicamente a las fuerzas militares y al castillo además de en intereses propios. El comercio había estado años sin llegar a nuestros territorios, los pueblos y ciudades eran extremadamente pobres ya que se les había negado préstamos y los impuestos estaban casi duplicados de la cifra que el anterior rey y los anteriores a ese habían usado. La riqueza de la familia real no se debía a tratos exitosos y estrategias, solo al egoísmo de mi padre que llevado por su ego había amontonado riquezas y victorias a costa de la pobreza y el terror de todo un reino. No podía quedarme quieto ante semejante injusticia, no cuando mi madre moribunda me había hecho prometer velar por el bienestar común. Por desgracia, eso debía esperar un tiempo, yo no tenía poder ni influencia para destronar a mi padre, nadie apoyaría a un niño, ni siquiera los atormentados habitantes del reino. Elaboraría un plan yo mismo, me haría fuerte, conseguiría alianzas y un apoyo firme, mejoraría el país y no dejaría que nadie actuase jamás con el terror que Dewind había mostrado al saber que yo era príncipe de ese reinado de terror.

Tal como se esperaba, padre llegó una semana después y fue recibido por todo el personal del castillo en los portones tras pasar los jardines. Yo me encontraba en el centro de el largo pasillo de personas que daban la bienvenida a su rey. Siempre me había intimidado solo con su presencia, como si pudiera matarme solo con una mirada más dura a la que de por si tenía. Su cabello de un color rojizo más oscuro que el mío, la barba descuidada tras meses fuera de la comodidad de la realeza, ojos que reflejaban años de matanzas y enfrentamientos que nuca había perdido. Ese hombre que antes había admirado era un tirano y le estaba recibiendo con una sonrisa en la cara, con una mirada que anhelaba ser como él algún día, todo falso. Recé para que mi actuación fuese creíble mientras le informaba de las novedades y lo que había hecho mientras él no estaba, también del incidente del bosque. La culpa que cargaba por la situación de madre después de aquello aumentó tras recibir no más que una mirada de desprecio por parte de él, ni siquiera se había esforzado en golpearme esa vez.

Antes de visitar él mismo a la reina, se quitó la armadura ensangrentada e hizo que los sirvientes le devolvieran su imagen de sabio rey. Una imagen falsa y hueca, era lo único que podía pensar mientras caminaba tras él, viendo la corona dorada sobre su cabeza y las ropas de alta calidad sobre su cuerpo. Entré a la habitación junto a él y cerré la puerta mientras el rey tomaba asiento junto a madre, yo le seguí sentándome al otro lado de la cama donde ella descansaba día sí y día también. Al ver a mi padre de nuevo a su lado su mirada recobró un brillo que no veía desde que era muy pequeño. Mi padre mostró una sonrisa vacía antes de ordenarme que saliera para poder hablar tranquilamente con ella, como si yo solo fuese una distracción molesta. De nuevo el sentimiento de insuficiencia me atacaba, como cada vez que estaba con él. Pero yo sabía la verdad, sabía el tirano que él era y sabía que yo era mucho mejor que eso, yo sería mejor que él , por mucho tiempo que me costara conseguirlo.
La noticia de su llegada fue recibida de la misma manera a la noticia que anunciaba su pronta vuelta, con quejas y terror. Él hizo oídos sordos y yo fingí no saber nada cuando en la cena tuve que verle la cara y comer frente a él. Era una situación incómoda que se había repetido durante toda mi vida siempre que él estaba presente, por lo que ya sabía cómo mantener una cara sin emociones que me delatasen frente a ese hombre. No me dirigió la palabra, por lo que tampoco me esforcé en buscar un tema de conversación que ninguno tomaría en serio. Solo cuando me levanté para ir a mi habitación rompió el silencio.

—Mañana entrenaremos al alba.

No le respondí, era una orden y cualquier respuesta sería igual al silencio, no tenía sentido darle una respuesta a algo que sucedería quisiera o no. Con el entrenamiento en mente fui a la cama y desperté antes de la hora indicada por el rey para prepararme con antelación y estar totalmente despejado. Llegó puntual a tocar mi puerta, yo ya estaba detrás para abrirla.

El entrenamiento normalmente duraba una o dos horas para poder llegar a tiempo a las clases del Sr. Flint, pero ese día se estaba alargando demasiado para ser un simple entrenamiento con mi padre. Cuando pregunté su voz sonó incluso más severa de lo normal, más tajante. Ese día no iba a tener descanso, pelearía contra él hasta que cayera desmayado o me rindiera. No planeaba rendirme, así que la segunda opción era la elegida. Ambos nos aferramos a nuestras espadas sin filo y comenzamos a luchar, más bien, yo comencé a luchar. Él era capaz de tumbarme de solo un golpe y sin embargo ahí estaba, jugando conmigo como el Katza había hecho esa noche en el bosque. La pelea era totalmente desequilibrada y yo no dejaba de tropezar, sin poder detenerme ni un momento para recobrar el aliento. No quería rendirme, pero cuando el dolor hizo que todo mi cuerpo temblase finalmente cedí, sin saber la hora que era, aunque tampoco me interesaba. Mi padre se fue cuando escuchó que ya no seguiría, pero yo me quedé en ese patio de tierra, buscando las fuerzas para poder levantarme e ir a descansar. Por la altura del sol, era pasado el mediodía y se acercaba el anochecer, no podía contar las horas que había estado en movimiento, pero las heridas abiertas en las palmas de mis manos por manejar la espada hablaban por si solas.

Cuando finalmente pude llegar de nuevo a mi habitación para tumbarme en esa mullida cama, me llamaron desde la biblioteca y de nuevo tuve que salir para ver qué me esperaba. Mi cara fue más que obvia cuando vi al Sr. Flint en pie donde habitualmente daba la clase. Se encargó de notificarme amablemente sobre el cambio de horario para mis clases, según le había dicho el rey, a partir de ese día tendría mis clases nocturnas para dedicar el día al entrenamiento. Un castigo, supuse, y estaba en lo cierto.

Día tras día a partir de esa primera tortura tuve que encontrar un momento para alimentarme y descansar donde pudiera. Los descansos en los entrenamientos eran únicamente los momentos en los que él se aburría lo suficiente de mi como para irse unos minutos. Bebía toda el agua posible antes del amanecer ya que no tenía acceso a ella durante los entrenamientos. La comida, la bebida, las horas de sueño me sonaron como un lujo mientras cumplía mi castigo. Esa rutina duró más de un mes, hasta que el rey dejó de ir a tocar mi puerta con los primeros rayos del sol.

A pesar de ya no tener que entrenar con él decidí hacerlo por mi cuenta con los caballeros del castillo. Gracias a ese castigo mi resistencia había aumentado considerablemente y no podía negar que estaba agradecido de ello con su majestad. Con el rey ocupado en asuntos sin resolver del castillo yo podía sin problemas escabullirme en cualquier momento para practicar con la espada o la lucha cuerpo a cuerpo. Poco a poco me iba haciendo más fuerte y habilidoso. Sabía que mi meta aún estaba muy lejos, pero eso no era algo que me detuviera en lo más mínimo de continuar.

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En un día exactamente igual al resto, algo se sentía distinto en el aire. A pesar de estar terminando la primavera un aire frío era perceptible para cualquiera que abriera una ventana. Pensé que tal vez era un mal augurio. No me equivoqué.

A las puertas del castillo  llegaron dos emisarios de los pueblos fronterizos del Norte. Pude escuchar la conversación gracias a la puerta entreabierta del salón del trono.

—Mi rey, es una catástrofe, el pueblo fronterizo ha sido aniquilado.

—¿Aniquilado? Explícate con claridad.

—La retirada de Rocto, majestad, fue todo una farsa para atacar cuando vos estuvierais lejos de la batalla. Han esperado todo este tiempo cerca de la frontera, recuperándose para atacar.
No pude ver la expresión del rey en ese momento, pero podía imaginarla clara como si realmente le estuviese mirando. Estaba seguro de que sus cejas estaban fruncidas mientras miraba a aquellos pobres enviados como si hubiesen sido ellos los que planearon el ataque. Podía imaginar sus manos apretadas en ambos reposa brazos del trono, sus dedos blancos por la fuerza que usaba y contenía para no dar a ver su verdadera cara. Ese tipo de hombre era el rey.

Suspiró larga y profundamente antes de hablar.

—¿Cuántas tierras hemos perdido?

—Han conquistado el pueblo y se han apropiado de parte del bosque. Ahora mismo deben estar explorándolo para quedarse con todo. ¿Qué hará al respecto?

Un silencio que pareció durar horas a pesar de solo pasar un minuto hizo a todos, dentro y fuera de la sala, tensarse por la respuesta que el rey daría. Respuesta que me impactó como si hubiese muerto alguien frente a mis ojos.

—Enviaremos a los hombres de pueblos y ciudades. Todos a excepción de ancianos y niños deberán servir al reino de Marin en esta lucha.

—¿Significa eso que volverá al campo de batalla?

—No.

Algo me decía que yo tenía algo que ver con su decisión de quedarse. Tal vez la forma en la que los habitantes habían protestado cuando él volvió a gobernar a su modo tras la guerra era uno de los motivos por los que se negaba a irse ya que de ser así yo debía atender de nuevo todos los asuntos del reino. Los emisarios estaban sorprendidos, pero por supuesto que no protestaron. Pidieron permiso para retirarse y partieron en seguida a difundir la noticia. En cuanto escuché al rey levantarse del trono salí corriendo del lugar.

El resto del día lo pasé en mi habitación, pensando en si recuperaríamos nuestro territorio o morirían civiles por una causa perdida. Lo que más me preocupaba eran Dewind y su madre, ambos debían estar en el bosque en ese momento, en la cabaña del bosque. Esa noche le pedí a la Luna que ambos pudieran estar bien, que no fuesen atrapados por las tropas enemigas. Había leído sobre las conquistas de Rocto y sabía que siendo ambos poseedores del auténtico poder de Náclare lo más posible sería que entrenasen a Dewind a la fuerza y usaran a Fiella para hacer más magos nacidos de pobladores de Rocto. La sola idea de algo así me enfermaba, ese reino de bárbaros me enfermaba igual que me enfermaba la tiranía que había sobre el mío. Pero no podía hacer nada que no fuese esperar lo mejor.

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Se hizo verano antes de que me diese cuenta. Los hombres del reino aún no habían regresado a casa, pero todo estaba a punto de acabar ya que nuestro ejército era mayor y todos conocían la manera correcta de moverse entre los bosques de Marin.
Por otro lado, mi madre seguía postrada en cama, cada día más débil. Podía sentir la dificultad que sus pulmones tenían para tomar aire, el aliento gélido que salía de su boca indicando la fase terminal de su enfermedad. No llegaría al próximo otoño con vida y ser consciente de ello era aterrador. Quería estar listo para ese momento, pero ella era la única que aún mantenía cuerdo al rey, más allá del dolor de perder a mi madre, sabía que tras su muerte mi padre estaría descontrolado y haría lo que quisiera sin tener a nadie que pusiera un límite. Tal vez por eso, casi sin quererlo, acabé llorando mientras madre dormía al pensar en todo lo malo que su fallecimiento atraería. Ella era realmente un pilar para todo el reino y la única persona capaz de sostener las ideas descabelladas de mi padre para convencerle de no actuar. Incluso si había un límite para esa habilidad. Tras morir ella nada le detendría de enfrentarse a cualquiera que le mirase un segundo de más.

Mi llanto no se detuvo hasta que sentí el movimiento sobre la cama. De inmediato incliné la cabeza hacia delante, evitando su mirada en mi rostro húmedo por las lágrimas con una exagerada reverencia.

—Madre, siento haberte despertado. Me iré para que puedas descansar.

—¿Por qué no mejor me cuentas el motivo de tu llanto?

Claro que se había dado cuenta. Después de todo, fue el ruido de mi tristeza lo que le despertó de su sueño. Mi mirada se clavaba en mis zapatos mientras dudaba si revelar el miedo que sentía a la idea de estar solo en el castillo con el rey.

—Hefrid, mírame cuando te hablo.
Obedecí al instante. Observé su rostro demacrado, su aspecto más delgado de lo que debería, las bolsas bajo sus ojos y sus labios que día tras día perdían más color. Me estremecí al notar su mano helada sobre la mía. Era como si un cadáver me estuviese hablando, como si todo fuese una pesadilla. Tomé su mano con fuerza intentando inútilmente traspasarle un poco de mi calor.

—Madre, tengo miedo…

—¿A qué temes tanto como para llorar así?

—Tu muerte se acerca cada vez más y eso significa que el rey es una bomba de tiempo ahora.

Ella también era consciente del peligro que su propio esposo suponía para todos. Sabía del descontrol que se iba a cernir sobre todos nosotros cuando ella ya no estuviese en este mundo para calmar la locura de su marido.

—Hijo mío. Recuerda tu promesa… cuando ya no esté debes tomar el control. Deberás soportar la carga del reino y alejar al tirano del trono. No dejes que haya más caos donde siempre ha habido paz.

Su voz era débil pero decidida. Incluso cuando las palabras temblaban al salir de su boca no dejaba de ser imponente, esa era la reina de Marin. Antaño, una hermosa joven de cabello negro, ojos castaños y sonrisa radiante. Una joven de sangre noble con decenas de pretendientes que eligió al príncipe heredero para contraer matrimonio y portar el honor de ser la reina del pacífico reino al que pertenecía. Sus sueños se esfumaron al momento de ascender al trono, cuando el que solía ser un amable príncipe se convirtió en un vulgar tirano. Muchas veces me pregunté cómo es que ella le seguía amando incluso sabiendo la verdad sobre su reinado, muchas veces quise preguntarle directamente a ella el por qué. Pero no tuve que decir nada, pues la charla que tuvimos esa tarde me dio todas las respuestas que podría haber querido tener. Escuché atentamente cuando ella comenzó a revelar la historia completa.

—Tu padre no siempre fue un rey tan despiadado, no siempre quiso ir a la guerra con tantas fuerzas como ahora ves. Él soñó con una vida pacífica para todo el continente y quiso firmar un tratado con Fúglar y Rocto. Por un lado, el reino de Fúglar ni siquiera respondió a la solicitud, por otro lado, Rocto respondió con una negativa inmediata. Eso fue un duro golpe para el orgullo de tu padre, que siguió intentando firmar la paz con el resto de reinos sin ningún éxito. Aquello fue el comienzo de su locura… Después, vino el primer ataque, donde tu padre cobró venganza por las burlas realizadas por Rocto. Siguió con Venhur y llegó hasta Fúglar antes de que yo misma rogase que se detuviera. Fue entonces la primera vez que vi los ojos de un loco, un loco que disfrutaba asesinar con la excusa de la guerra. No quería seguir allí, quería huir, pero si lo hacía nadie se atrevería a ponerle un límite, por lo que me quedé y eso hice. Durante estos años su rencor ha seguido creciendo hacia todos los reinos. Cerrar el comercio y las fronteras, iniciar guerras a la mínima oportunidad y ante las quejas de los plebeyos que estaban hartos de ir a la guerra una y otra vez sin saber si volverían vivos comenzó a aumentar los impuestos y conservó la mayor parte del dinero para las fuerzas militares del reino. Aún así nuestras defensas no son las mejores, pero tampoco las peores.

La historia era ridícula. Ese hombre, ese asqueroso ser humano había iniciado guerras sin descanso solo porque no sabía negociar bien la paz, solo porque pensó que era una burla y no una precaución que reyes de otros reinos negras en una alianza con un total desconocido. Empujó a todos a la pobreza solo porque estaban cansados de luchar y siguió yendo a cada disputa para disfrutar de su supuesta venganza.

—Su objetivo era que los otros se arrepintieran, pero ya perdió la meta de vista hace mucho tiempo…

—No puedo creer que sea mi padre.

—Lo es, pero por suerte no has resultado ser como él. Debes asegurarte de que este reino vuelva a ver la gloria, la paz y la prosperidad.

Me miraba a los ojos, casi como un ruego para que aceptase una promesa a simple vista descabellada. Hasta ese momento no había advertido lo desesperada que ella estaba. Me avergonzaba por ello. Su vida llegaba a su fin de forma inevitable, ambos lo sabíamos y podía asegurar que esa era su última voluntad para mi. Salvar el reino del horrible destino al que estaba encaminado por culpa de las malas decisiones del rey. Incluso si debía dar mi vida, cumpliría con ello.

—Lo haré, madre. Me aseguraré de recuperar el equilibrio que se ha perdido.

Se hacía cada vez más tarde y ella debía descansar. Me levanté de mi asiento para despedirme de ella, siempre pensando en la posibilidad que había de que no hubiese un mañana para ella. Guardé mis emociones para descargarlas en la almohada esa noche, cuando nadie fuese testigo de mi debilidad.

Para mi desgracia, la calma que había tenido durante ese corto período de tiempo acabó al momento de salir el sol en la mañana. El mismísimo rey irrumpió en mi habitación mientras yo me preparaba para mi entrenamiento de cada día, y por su expresión podía intuir que no traía buenas noticias consigo.

—¿Ha pasado algo, padre?
Mi calma era una débil fachada y esperaba que no intentase derrumbarla.

—Estaré ocupado las próximas semanas, deberás encargarte de algunas tareas sencillas para que no queden desatendidas. Empezarás hoy tras tus clases.

—Pero…

—¡Nada de peros! Ni siquiera un príncipe debe oponerse a una orden directa del rey. Cuida tus modales, niño.

—Sí, su Majestad. Perdone mi ofensa.

Me echó una mirada de arriba abajo antes de exhalar el aire en sus pulmones con fuerza. Signo de desinterés, supuse. Pero que me encargase algo así era mi oportunidad. Si demostraba ser suficiente en esas tareas podría ganar el favor de quienes se mantuvieran cercanos a mi en ese tiempo. Tenía que empezar a cultivar aliados para que nadie se opusiera a mi mandato llegado el momento.
Tal como dijo, pasé el día ocupándome de las distintas labores tras mi entrenamiento y las clases, todo era agotador, pero si no demostraba que era capaz todo sería en vano. Además, tenía que hacer algo tras tanto trabajo y me convenía avanzar rápido en ello para tener tiempo. Arriesgaba mi cuello, pero debía asegurarme del motivo por los nervios de mi padre al pedirme que me ocupase de sus asuntos en la mañana.
Al llegar el momento, me escondí tras las puertas del enorme estudio que poseía exclusivamente el rey. Allí, tal como predije, estaba hablando con unos pueblerinos refugiados del pueblo fronterizo al norte del país. A juzgar por los tonos en las voces de los plebeyos, las cosas no iban demasiado bien por allí.

— Los que habitábamos en las afueras del pueblo apenas hemos podido escapar de los ejércitos de Rocto. Por favor, haga algo para solventar esto.
El hombre se escuchaba realmente afligido, sin siquiera verle, era claro que había perdido mucho más de lo que soportaría decir en voz alta. Por si voz grave y ronca, podía suponer que era mayor, tal vez un hombre de familia.

— ¿Te atreves a exigirle a tu rey que te ayude? Son todos ustedes quienes deben servirme, no al revés.
Que le hubiese ofendido tanto tal nimiedad me resultaba vergonzoso. Enfadarse solo porque un desesperado pueblerino pedía ayuda a la corona manteniendo su fe en el rey era absurdo.

— No, Majestad, discúlpeme por hacer una petición tan fuera de lugar. Solo quería transmitirle la desesperación que mi pueblo sufre a manos de esos extranjeros.

— Así es. — El otro plebeyo, de voz más clara y alta habló por fin. Seguramente era más joven que su acompañante. Siguió hablando.

— Las mujeres han sido apresadas para manchar nuestro linaje con la sangre de Rocto, los niños capturados para ser adoctrinados según sus ideales y los hombres más jóvenes asesinados para evitar revueltas desde adentro. Solo han dejado a los ancianos libres.

— ¿Y tú? Eres joven, pero estás aquí. — El rey señaló de inmediato la discrepancia en su historia.

— Yo nací siendo muy débil de salud. No sirvo para las actividades físicas ni para más que limpiar o cocinar. Hago las tareas de una mujer sin serlo, por eso optaron por dejarme tirado junto a los ancianos en las afueras.

Lo que escuchaba era sin duda horrible. Si la situación avanzaba más acabaríamos perdiendo el Bosque Nebulosa y solo los espíritus podían saber qué pasaría si Rocto se hacía con la magia que había allí para usarla en su propio beneficio. La audiencia finalizó con mi padre decidido a no mover un dedo por la causa ya que, según él, lo mejor sería esperar. Dada su experiencia en guerras no podía decir nada al respecto, además de por haber escuchado todo a escondidas, porque yo aún no sabía ni lo más mínimo sobre el mundo de la guerra. Lo que más me preocupaba era esa pequeña familia del bosque. ¿Estarían bien en mitad de esa guerra?

El Rey de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora