Capitulo I: Orígenes

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El tiempo no perdona a nadie, ni siquiera a los dioses. Mictlantecuhtli lo sabía muy bien, pues había visto cómo su reino se iba vaciando de almas, cómo su poder se debilitaba y su nombre se iba olvidando. Había sido el temido gobernante de Mictlán, pero ahora, era solo una sombra de lo que fue, un dios moribundo que anhelaba reunirse con su amada Mictecacihuatl, pero no podía hacerlo, le faltaba la fuerza para atravesar los nueve niveles del inframundo para llegar hasta el lugar donde reposaba su esposa. Había intentado varias veces, pero siempre fracasaba. Los obstáculos eran demasiado difíciles para él, las criaturas que el una vez domino ahora eran demasiado hostiles para. Se resignó a morir solo, a desaparecer de la existencia poco a poco, a dejar de ser un Dios.

1840-1880
En la segunda mitad del siglo XIX, México vivía una época de cambios y conflictos. La independencia de España, la guerra contra Estados Unidos, la intervención francesa y la reforma liberal habían dejado huellas profundas en la sociedad mexicana. Entre los grupos marginados y oprimidos se encontraban los mestizos, descendientes de la unión entre indígenas y españoles, que habían perdido su identidad y su cultura. Pero algunos de ellos no se resignaron a olvidar sus raíces. Buscando recuperar el legado de sus antepasados, se dedicaron a explorar las ruinas de las antiguas civilizaciones que habían habitado el territorio mexicano. Así fue como descubrieron, en medio de un bosque, el templo de Mictlantecuhtli.

Con gran emoción, entraron al templo y encontraron unos códices que se mantuvieron intactos a la destrucción de los conquistadores.

En ellos, hallaron los rituales para invocar al dios de la muerte, al que llamaron Micantetlan, una deformación del nombre original. Decididos a traer de vuelta las costumbres mexicas, empezaron a realizar los rituales con fervor y devoción.

Mictlantecuhtli despertó de un largo sueño al sentir que de nuevo había interés en el, por lo que se les apareció en su antiguo templo, con su aspecto cadavérico y su mirada penetrante. Los mestizos sintieron terror al verlo, pero también admiración y respeto. El dios observó las vestimentas de los hombres, que llevaban pantalones, camisas y algunos sacos. Se dio cuenta de que habían pasado muchos años desde la última vez que alguien lo había invocado, y que el mundo había cambiado. Decidió adaptarse a los nuevos tiempos, y cambió su apariencia. Se vistió con un saco y un pantalón negros, pero conservó su cuerpo esquelético. En lugar del penacho que solía llevar en la cabeza, se puso un sombrero. Así se presentó ante los mestizos, que se calmaron un poco al verlo más humano.

El líder del grupo se acercó al dios, con el códice en sus manos temblorosas y con dificultad pronunció unas palabras en náhuatl, el idioma de los mexicas. Le dijo:

– Oh poderoso Micantetlan, hemos venido a ti con la esperanza de volver a renacer de las cenizas nuestra cultura, danos un poco de tu divinidad-.

Mictlantecuhtli se quedó confundido al oír el nombre con el que se referían a él, pero analizando la situación comprendió que ya no hablaban fluidamente su idioma, el náhuatl, por lo que aceptó el nombre de Micantetlan con el que ahora se identificaría para siempre.
Micantetlan aún poseía la habilidad de manipular la realidad de las personas, de esta manera hizo que los nuevos creyentes le trajeran ofrendas, exigiéndoles sacrificios a cambio de sus favores.

Al principio, solo pedía pequeños animales, pero con el tiempo, su apetito creció y reclamó víctimas humanas, no todos los humanos estaban dispuestos a obedecerlo, algunos se negaban a entregarles a sus seres queridos, o a matar a inocentes por él. Estos rebeldes sufrían las consecuencias de su desobediencia, Micantetlan se metía en su cabeza y les hacía pensar que les quitaba todo lo que tenían, y los hacía vivir en condiciones precarias y lamentables, esto ocasionaba que las personas tuvieran demencia llevando a la mayoría a matarse al no soportar tenerlo dentro de su cabeza. Los que sí accedían al pedido de Micantetlan gozaban de riquezas y estabilidad, aunque estas no eran del todo reales. Eran solo ilusiones, que podían desvanecerse en cualquier momento.

Fue así que varias personas empezaron a juntarse para rendirle tributo, por miedo o por ambición.
Se formó una secta secreta, que se dedicaba a buscar y ofrecer sacrificios.
Micantetlan no se conformaba con los sacrificios que le ofrecían sus seguidores. Quería probar algo más, algo que le había fascinado desde que había degustado el alma de una noble señora, a la que había obligado a matar a sus propios hermanos. Esa alma tenía un sabor especial, un sabor que le recordaba a las flores naranjas que le gustaban a su amada, a la que había perdido hace mucho tiempo. Ese sabor era el de la culpa, el remordimiento, el arrepentimiento. Era el sabor de las almas quebrantadas.

Micantetlan ordenó a sus súbitos que le trajeran personas a las que pudiera quebrar moralmente, personas que estuvieran pasando por momentos difíciles y que buscaran una solución, obligándolas a cometer actos que no harían pero al prometerles una vida mejor ellos accedieran y quebrarían
su moralidad para que después pudieran renacer como alguien completamente nuevo y unirse a ellos. Sus seguidores creyeron que sería algo difícil hacer esto puesto que no todas las personas eran fáciles de convencer, pero Micantetlan les advirtió que no les gustaría verlo enojado por lo que pusieron manos a la obra.

Inicialmente pensaron en secuestrar gente y traerlas al bosque donde Micantetlan residía, pero se dieron cuenta de que eso levantaría sospechas y alertaría a las autoridades. Otras opciones eran traer a más familiares o amigos, pero no todos estaban pasando por crisis morales o tenían algo de que arrepentirse. Entonces se les ocurrió una idea, organizar un campamento de verano, los cuales estaban de moda y así podrían invitar a todo tipo de personas de todas las edades, para convivir y divertirse.

Al principio nadie estaba interesado en ir al campamento. La gente tenía miedo de salir de sus casas, o prefería dedicarse a otras cosas. Pero con el paso de los días, se fueron inscribiendo personas. Algunas por curiosidad, otras por aburrimiento, otras por necesidad. Los seguidores de Micantetlan les ofrecían transporte, comida, alojamiento y entretenimiento gratis. Les decían que era una oportunidad única para escapar de la realidad y disfrutar de la naturaleza, que era un lugar seguro y tranquilo, donde nadie los molestaría. Les mentían.

Llegó pues el primer día del campamento, y los seguidores de Micantetlan organizaron la repartición de lugares y unas cuantas actividades físicas. Había carpas, fogatas, juegos, canciones y bailes. Todo parecía normal y alegre. Pero entre las sombras del bosque, se ocultaba Micantetlan, observando lo que sus seguidores habían hecho. Percibía el olor de las almas de los campistas, y su apetito se despertó. Por lo que primeramente empezó a capturar gente para comérsela y así calmar su hambre. Ya después, queriendo volver a probar un alma quebrantada, ideó un plan, acercarse a personas que se sintieran inconformes con su vida, encontrando una que otra y orillándola a matar a otra persona para que su vida mejorara.

Micantetlan se disfrazaba de humano, y se mezclaba entre los campistas. Buscaba a aquellos que tenían algún problema o conflicto, que estaban tristes o enojados, que se sentían solos o incomprendidos. Les hablaba con dulzura y simpatía, los escuchaba con atención y comprensión. Les hacía creer que era su amigo, que se preocupaba por ellos, que los entendía. Y luego les hacía una propuesta, matar a alguien por él. Les decía que él era un Dios poderoso y benevolente, que podía darles lo que quisieran, paz, amor, riqueza, salud, justicia, les decía que solo tenían que hacer una cosa, sacrificar a alguien por él, alguien que les estorbara o les hiciera daño, que fuera parte de su problema o de su conflicto. Alguien que les hiciera sentir culpa al matarlo.

La mayoría salían corriendo al ver a Micantetlan y lo que este les pedía, pero solo dos aceptaron, unos jóvenes de unos veintitantos años, ambos accedieron a lo que el Dios requería por lo que mataron a la mitad del campamento y lo ofrecieron a Micantetlan. Este se alimentó del sacrificio pero primero disfrutó de las almas quebrantadas de los jóvenes. Estos al darse cuenta de lo que habían hecho entraron en un trance. Uno de ellos ya no habló para nada pero el otro se empezó a reír, y reía como si no hubiera un mañana. Las demás personas también se empezaron a reír incluido Micantetlan. Fue una risa macabra y contagiosa, una risa que resonó en todo el bosque.
Fue así que año con año se hacían excursiones al campamento y en cada excursión había una gran matanza y aquellas personas que eran corrompidas se unían a la secta. Con el tiempo el número de personas pertenecientes fue creciendo por lo que se empezó a construir pequeñas casas en donde los integrantes vivían. El bosque se convirtió en el territorio de Micantetlan y sus seguidores, un lugar donde nadie entraba ni salía sin su permiso. Un lugar donde reinaba el horror y la locura.

HISTORIAS DE MICANTETLAN VOLUMEN 1 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora