Un dulce sabor a recuerdo (MINJIN)

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Éramos muchas personas. El timbre de salida acababa de sonar.

Chicos de 15-16 amontonados por todo el parque. Muchos salían riendo, otros enojados y unos cuantos haciendo el máximo esfuerzo por mantener los ojos abiertos.

Nuestra jornada escolar era larga, creía en ese entonces. Ese día en especial me pareció así.

Estaba agotado y somnoliento. Necesitaba despertar para tener energía y llegar a casa. Había muchos puestos y todos parecían vender bien, pero honestamente nada me apetecía. Eso hasta que ví una pequeña dulceria sin demasiada gente, así que la mejor idea para despertar fue algo dulce y lleno de azúcar.

No lo pensé mucho y entré. Me sorprendí al ver tantos contenedores de dulces. De un primer vistazo me asaltaban los colores amarillos, rojos y azules, más una infinidad. Me sentí en el mejor lugar, como en una fábrica extensa de delicias. Comencé a investigar todos, comenzando por las paletas.

Puedo decir que era algo muy antiguo. Dulces sin paquetes ni nombres en sí, simples bombones y chocolates, con presentaciones no muy vistas y precios por centavos.

Después de tanto sufrir por qué decidir, unos curiosos chocolates en forma de piedras me convencieron, también gomitas ácidas de piña con limón; por dentro eran rosas y por fuera amarillas. No recuerdo haber calculado los gramos que eché en mis bolsas, maldición o bendición.

Cuando me acerqué a pagar, no fue tanto el monto. Tenía más de lo suficiente si bien recordaba; según mis memorias, en los bolsos de mis pantalones estaban unas monedas aventadas.

Pesaron mis dulces y ataron la bolsa de celofán con un lazo de plástico azul. Pero cuando fue la hora de pagar mis dedos tocaron el aire.

Busqué y rebusqué en todos mis bolsillos, los delanteros del pantalón, en los compartimientos de mi mochila y hasta en el pequeño bolso de mi camisa. Y sin embargo, solo me encontraba tela, pedazos de papel viejo y envolturas de dulces rotos.

En ese instante sentí que el mundo se acabó. El señor de la dulceria comenzó a notar mi desesperación. En mi rostro seguro corría el sudor y probablemente estaba extremadamente rojo.

No lo niego, quería llorar. Un montón de pensamientos me llegaron.

¿Le puedo decir que el día de mañana se los pagaré?
¿Es conveniente decir que ya no los quiero?
¿Me creerá si digo que iré por dinero afuera y que me espere, pero en realidad no volveré?

Eran buenas opciones. No tanto para mi yo extra introvertido de esos días.

Entonces, entre el pánico y la fuerza con la que sostenía las bolsas, algo jaló de mi suéter.

Al voltear un pequeño niño bonito me miraba con una sonrisa y era su mano la que conectaba con mi prenda. Antes de que pudiera decir algo, él habló.

― Yo puedo pagar.

Su voz era fina y aguda, pero sin ser molesta. Lo primero que pensé es que era auténtica.

Vio que yo aún no procesaba lo que dijo, así que apresuradamente descolgó la mochila de sus hombros y abrió uno de sus bolsos. Metió sus pequeñas, en realidad esponjosas y llenitas manos y sacó un puño de monedas.

― Mira. Puedo pagar, te los compro yo.― Ofreció expectante.

Recuerdo haber asentido sin mucho entusiasmo. Fue un movimiento involuntario y de sola memoria muscular.

El niño sonrió en grande y preguntó como un adulto grande, cosa que a mis 15 años aún me costaba, cuánto sería.

No escuché bien el monto, estaba ocupado viendo como asintió con determinación, contó las monedas y las soltó en manos del señor.
Probablemente el hombre permanecía divertido, a mí todavía me parece gracioso el momento.

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⏰ Última actualización: Oct 28, 2023 ⏰

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