Había reunión de mando.
El contingente mirdcense había pasado una semana de marcha bajo el sol antes de llegar a su destino: el valle que daba pie a nuevas tierras por conquistar, la primera puerta de aquella expansión de la soberanía tras las montañas secas y escarpadas.
Por lo que se veía, ya les estaban esperando: a kilómetros de distancia, donde empezaba una loma, varias lonas blancas marcaban la silueta del campamento enemigo. Levantar el propio se hizo tenso, pero sin sorpresas.
Como era normal, Egil comía en un taburete apartado, lo suficientemente cerca para escuchar al grupo de soldados, pero lo bastante lejos para distinguirse de ellos. Un suspiro volvió a vaciarle el pecho, que poco contenía usualmente.
Había pasado un tiempo desde que Darren tuvo que huir tras su juicio, del que salió absuelto tras ganar el combate. No le daba muchas vueltas, sabía que probablemente siguiera en pie, pero ya no podría vivir bajo su propio nombre si quería estar seguro en las grandes ciudades de Midgard. Todo el mundo había oído la historia del soldado mormont que casi lleva a la guerra a dos casas vasallas.
Por si fuera poco, no sólo había perdido la pista a Darren, sino que además Edgard había sentado cabeza y no parecía tener intenciones de volver a Ritterburgo en mucho tiempo.
En pocas palabras: Egil estaba solo. Pero aquello no era nada nuevo, lo contrario. Lo extraño es que alguien le dirigiera la palabra para algo más que un cambio de turno o alguna pregunta puntual.
Sabía que no era culpa suya, pero en el fondo lo merecía, como muchas otras cosas, porque así es como funcionaban las cosas. No puedes pretender que el fuego deje de quemar, al igual que tampoco Egil podía pretender que podía tener amigos.
Él llevaba la miseria como insignia, y los trazos dorados en su hoja lo demostraban con orgullo, una condecoración oficial del mismo Rover por los años prestados. Todos los extranjeros acaban teniendo una así cuando llevan mucho tiempo sirviendo, y por ende, asesinando. En Italia llevar oro al cinto sería pretencioso, en Midgard no se distinguía de ponerle un borde de latón a una jarra. Era un buen embellecedor, pero nada más.
Bajando el sol como estaba, agradecía tener un plato caliente entre las manos. El sol del día era duro, pero cuando empezaba a esconderse, el frío no tardaba en llegar.
A unos pasos, el grupo de soldados del batallón de asalto charlaba tranquilamente apenas doce horas antes de entrar en batalla. Conocía a la que estaba captando la atención de todos, pues el sello de la Inquisición mirdcense atraía las miradas de cualquiera que pasase por su lado. Los inquisidores eran peligrosos, pero tan solo para aquellos mirdcenses que sacaban los pies del plato, esos que, pese a crecer en Midgard, crecen mal y acaban hurgando donde no deben y jugueteando con lo prohibido.
Algo se movió tras aquella mujer. Nada. Volvió a mirar su plato.
-No deberían ser gran cosa- comentó el hombre sentado cerca de la inquisidora. -De otras fuentes sabemos que sus tácticas son más que primitivas, si han conseguido sobrevivir es por la ausencia de un pueblo más fuerte.
Los soldados parecían prestarle atención cuando hablaba.
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Crónicas de Ritterburgo
RandomPopurrí de historias varias que vivió Egil en su estancia en Ritterburgo, la ciudad mirdcense.