El hacha golpeó el muro, haciendo saltar chispas. Egil se levantó tras esquivarlo por poco y, acorralado, atravesó a su oponente por el costado. Las flechas caían como lluvia, y él seguía peleando, esperando que ninguna le atravesara la espina. Cuando aquella mujer intentó rebanarle los brazos reaccionó rápido, posicionándose de tal manera que le agarró la cabellera y le estampó el cráneo contra la muralla una y otra vez, hasta que de su ojo caían los sesos.
Los soldados comenzaban a subir con éxito, la defensa exterior estaba mermando. Y él seguía vivo. Una vez más la asfixia, calor y frenesí le embotaban la cabeza, y dentro del casco sentía la humedad de su aliento. En pleno ensimismamiento alguien cargó por su derecha, haciéndole caer sobre una roca que abolló su yelmo. El agresor golpeaba a Egil en la cabeza con el pomo de su espada. Cuando pensaba que su cerebro iba a explotar levantó la cadera en un arrebato de furia y energía, poniéndose encima suya. Fue entonces cuando se sacó el casco y lo usó para aporrear la cabeza del soldado repetidamente. Hasta que sus fuerzas se agotaron. Cuando se quiso dar cuenta lo que tenía delante ya no era un rostro. Dejó de serlo hace tiempo. Egil no podía diferenciar la nariz de las cejas, labios u ojos. Solo su mandíbula inferior quedó mínimamente reconocible, alzándose blanca en esa mezcla roja y salmón.
Ya no quedaban enemigos, solo tabardos verdes corriendo a asaltar aquel fuerte. Egil se quedó allí, sentado encima del cuerpo sin vida de otro inocente que defendía su hogar. Sus cabellos se le pegaban a la frente y se mezclaban con la sangre, en su bajo vientre asomaba la saeta de una flecha que había atravesado el cuero y la malla. Respirar estremecía sus costillas.
Cuando pensó que perdería el conocimiento, una mano enguantada le agarró de la hombrera, levantándolo con una fuerza notable.
No era raro que Darren le sacara del campo cuando Egil se apagaba, le solía pasar a veces, cuando sabía que ya no había más que hacer. Tendría pesadillas esa noche. Ya estaba acostumbrado.
Llegó al hospital de campaña andando, el casco goteando en su mano. Su cara era un cuadro pintado a base de barro, sudor, sangre y guerra. Miró a su alrededor, supuso que tenía que encontrar a alguien que le ayudara con esa flecha. Rompió la saeta, y le dolió horrores.
Caminó hasta que encontró a quién supuso, era una galena mirdcense. Cosa que dudó al instante al oír los gritos de dolor y desesperación que soltaba el soldado angrieff cuanto su brazo estaba siendo amputado.
-Toma, sujeta esto- La galena le tendió un brazo bañado en sangre a Egil, sin mirarle. Este lo cogió mientras que con la otra mano presionaba su propia herida. El hueso estaba partido por la mitad y asomaba por el centro de la extremidad. Pero no le sorprendía. Ya hacía tiempo que se le hizo el estómago. Y peores cosas había visto.
La chica se lavó las manos en un cubo y se secó las manos con el delantal, añadiendo otra mancha roja a la prenda.
-Deja eso por ahí, luego me lo llevaré para estudiarlo más detenidamente.
Él tiró el brazo, aún sangrante, al suelo.
-Y a ti qué te pasa- Dijo ella.
Egil retiró la mano de su vientre, mostrando una palma ensangrentada.
-Oh, ya veo. Mala zona, ya te adelanto que como hayas tenido mala suerte puedes empezar a hacer el testamento.
Egil solo suspiró encogiéndose de hombros. Fue tratado y vendado por la chica y asistentes. Desgraciadamente para él, el disparo no perforó ningún órgano importante, el intestino estaba intacto. Le vendaron y guardó reposo el resto del mes. Una vez más, volvió a Ritterburgo.
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Crónicas de Ritterburgo
RandomPopurrí de historias varias que vivió Egil en su estancia en Ritterburgo, la ciudad mirdcense.