El masaje

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Me dirigía a una cita en un pequeño centro de terapias alternativas y masajes, llamado Cosmos, ubicado a diez kilómetros de la urbanización donde vivo; así que me había puesto el labial rosa, mi favorito y me vestí con una falda azul a medio muslo, una blusa negra que se transparentaba, un sostén y una panti negra con encaje y para rematar, unas zapatillas rojas de tacón alto. Me observé en el espejo: me gustó tanto como me veía, me excité sexualmente y le lancé un beso a mi reflejo.

Me acaricie los pechos en medio de la emoción, siempre han sido un atributo del que me he sentido orgullosa y que, junto con mi figura esbelta con piernas largas, siempre ha captado la atención de muchos hombres y mujeres.

Miré la hora y supe que tenía que apresurarme: la cita con el masajista era en menos de una hora. Tomé mi bolso y en pocos minutos estaba conduciendo mi viejo corsa blanco. Dejé el auto estacionado cerca de la entrada del edificio, subí al primer piso, crucé el pasillo y toqué el timbre de Cosmos.

—Buenos días, Carolina—dijo Eduardo, el terapeuta. Se apartó para dejarme pasar y cerró la reja y la puerta—. Todavía estoy atendiendo a mi última paciente, siéntate, te atenderé pronto.

—Está bien—. Sonreí. Pese a su rostro extremadamente serio, Eduardo siempre me transmitía paz.

Me senté en la diminuta sala de espera y crucé las piernas. Eduardo era un excelente terapeuta, muy experimentado, a pesar de sólo tener veintitrés años, desde que me lo recomendó mi amiga Jennifer —hace dos meses—, recibir alguna de sus terapias alternativas, y, ocasionalmente, un masaje relajante de espalda o de piernas, se había convertido en mi mejor escape para el estrés del trabajo en oficina y estudios universitarios.

Quince minutos después, una señora pelirroja, de ojos azules, labios carnosos y bastante gorda salió del cuarto de terapias con una sonrisa. Eduardo le abrió y volvió a cerrar.

—Ve acomodándote, mientras me lavo las manos—indicó Eduardo.

Entré y, mientras Eduardo estaba en el baño, me desvestí y me acosté boca abajo en la camilla, apenas cubriendo mi trasero con una pequeña toalla. Iba a recibir un masaje relajante de espalda y de piernas, era mejor sin la ropa de por medio y yo no era el tipo de clienta que se sentiría avergonzada por exponer su cuerpo.

Eduardo salió del baño y puso a sonar un mantra para entrar en ambiente.

—Comenzaré con el masaje de espalda y luego vamos con el de piernas—explicó Eduardo.

—Adelante, haz tu magia, Eduardo—respondí anhelante.

Sus morenas y grandes manos pronto estaban recorriendo mi blanca piel, desde la altura del coxis hasta la base de mi cuello. Pronto me relajé tanto que sentí algo de sueño y olvidé mis preocupaciones. Mientras estaba aislada en esa nube de paz y armonía, sentí que sus manos bajaron brevemente más de la cuenta, acariciando el principio de mis nalgas, pero, aunque me sorprendió, lejos de molestarme, sentí un gran placer; pronto esto se repitió, aunque no lo hacía siempre al bajar, esto me hacía sentir ansiosa cada vez que sus manos bajaban, realmente deseaba que siguiera acariciando más abajo.

—Terminé con la espalda, siguen las piernas—comentó Eduardo.

—Adelante, con gusto—. Mi tono delató mi excitación.

El lento recorrido de sus manos desde el principio de mis piernas hasta la parte media de mis muslos resultaba especialmente placentero y cuando quedaban cinco minutos del masaje, noté como empezó a subir más, una y otra vez, hasta llegar a la parte alta de mis muslos y detenerse acariciando con tanta habilidad que, a pesar de que ya había recibido sus masajes varias veces antes, me di cuenta que no había probado ni la mitad de la magia de sus manos, hasta ahora.

—Sólo le propongo esto a clientas de mucha confianza como tú, Carolina—. Eduardo aplicó un ligero toque de mayor presión—¿Quieres que suba más?

—Sí, por favor—respondí en forma de súplica.

Sus dedos acariciaron los labios internos de mi vulva y entraron en mi vagina, que para ese momento se estaba desbordando de humedad. Para mi sorpresa, tocó mi punto g como si lo conociera incluso mejor que yo, una sensación de electricidad recorrió desde ahí hasta mi cabeza y empecé a gemir, para luego correrme a chorros.

No sabía qué decir, nunca esperé que dejaría que él me hiciera eso.

—Terminamos por hoy—. El tono de Eduardo era igual al habitual, pero había algo nuevo ahí, era como si él fuese un depredador y yo una presa—. Te dejaré anotado mi número personal, si quieres probar más, tendrás que verme fuera de mi consultorio.

—Sí... está bien—Me ruboricé.

Desde ese día me convertí en una de sus sumisas.

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Manos mágicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora