Carta Uno

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A la Psicóloga Escolar:

Cuando me pregunto quién fue el primer empleado con el que me topé cuando entré a aquel lúgubre lugar por primera vez, no pienso en el alegre portero de apodo gracioso que me abrió la puerta de entrada, a pesar de que realmente él fue el primero en recibirme y quien me indicó en qué salón de clases estabas impartiendo tu estúpida charla de «orientación»; cuando me hago esa pregunta, cada una de las veces que me la he hecho, tu cara desagradable es lo único que aparece en mi mente.

Recuerdo ese día con una claridad que a mí misma me deja sorprendida. Aún estábamos de vacaciones; faltaban algunas semanas para que iniciaran las clases. Estaba un poco nublado, y hacía algo de viento. El clima no ayudaba en nada al aspecto del recinto, que se encontraba en completo silencio en aquel momento; en vez de lucir como un lugar acogedor que te invita a entrar en él para saciar tu hambre de conocimiento, parecía un hospital psiquiátrico abandonado.

Pero no le di tanta importancia al asunto, porque lo que realmente me preocupaba era que se me había hecho tarde para la reunión. Me había matado estudiando desde que, ese mismo día en la mañana, el amigo de papá le dijo que muy probablemente me harían un pequeño examen durante la charla de orientación para probar si tenía «lo suficiente» para estudiar allí. ¡Ja!, hasta dan ganas de reírse.

«Veamos si esta niña de trece años tiene lo que se necesita para pertenecer a nuestra "aclamada" y "respetable" institución liderada por un director mediocre, una psicóloga entrometida que hace de todo (excepto lo que le corresponde), orientadoras cuyo único trabajo parece ser obligarte a rezar el Padre Nuestro y examinarte de pies a cabeza para ver qué "peligroso" accesorio para el pelo o brazalete van a incautarte, maestras frustradas e inconformes con sus vidas de mierda que se desquitarán contigo por el mero hecho de existir, y, ¡ah!, cómo no mencionar a los maestros pervertidos que seducirán a cualquier adolescente con baja autoestima que se les atraviese en el camino. ¡Oh, lo sentimos tanto! Nueve por veintitrés no es igual a doscientos cincuenta y siete; estuviste cerca, pero eres mala en matemáticas, no puedes estudiar aquí».

Ojalá no fuera sólo sarcasmo. ¡Ojalá, en vez de un inservible test "psicológico", me hubieras hecho tomar un examen real!, uno realmente difícil, casi imposible de contestar, con tal de no aprobar y así evitar entrar a esa montaña de porquería llamada Liceo San José, donde experimenté durante dos malditos años todo tipo de vejaciones, en la mayoría de los casos gracias a tu incompetencia, y en los casos restantes, infligidas personalmente por ti.

Admito que al principio me caíste bien. Parecías una mujer con carácter, justa y honesta que luchaba contra el sistema a favor de los oprimidos; habían algunas cosas en ti que me recordaban a aquella maestra de primaria (de quinto grado, para ser más exactos) que me había lavado el cerebro para que viera a las personas negras como «los míos» y a la gente blanca como «los otros», y «el enemigo» en casos particulares; mismo color de piel, corte de pelo muy parecido y complexión similar... Pero aún así, al final descubrí que tú no te parecías en nada a aquella loca de mierda con complejos de inferioridad y delirios de persecución, porque eras peor a tu manera... y hasta ella, a diferencia de ti -y a pesar de ser sólo una maestra de Historia-, sabría detectar desde la primera vez las señales de posible abuso sexual, y probablemente habría hecho algo para detenerlo.

Recuerdo salir de allí ese día con la sensación de «¿Eso fue todo?»; hasta mi padre me preguntó sarcásticamente «¿Y ya?, ¿esa era la dichosa prueba?» cuando le conté de qué se trató. Me había quedado de pie en el umbral de la puerta del salón, esperando a que notaras mi presencia porque no quería interrumpirte -y aunque hubiera querido, era muy tímida, así que no lo habría hecho de todos modos-. Cuando te diste cuenta de que estaba allí parada, dejaste de hablar y me invitaste a pasar, tomar uno de los tantos pupitres desocupados que habían allí y unirme a los escasos cuatro o cinco chicos que prestaban atención a tu discurso. Nos hablaste de la secundaria como una nueva etapa «maravillosa» que nos prepararía para ser «ciudadanos de bien» y para alcanzar exitosamente todas nuestras metas y sueños en el futuro; después de entregarnos unas hojas que contenían preguntas insípidas sobre nosotros mismos -con el objetivo de, según tú, conocernos y conocer nuestras aptitudes (no sé para qué, si al final terminaste pasándote todo eso por donde no te da el sol)-, nos preguntaste a cada uno qué carrera queríamos estudiar en la universidad, y cuando llegó mi turno, respondí sinceramente que aún no estaba segura de qué carrera escoger, pero que definitivamente sería algo relacionado con la escritura, porque me gustaba escribir.

Cómo sobreviví a la secundaria sin suicidarme en el intento Donde viven las historias. Descúbrelo ahora