Afrodita llevaba el brillo de la Luna en su mirada. El blanco de sus ojos era la primer salvaguarda, aliviante como un faro en un mar tormentoso;
Una delgada aureola mieloscura coronaba sus pupilas, oscuras como un sueño profundo.
Invitaban.
Invitaban a buscarla.
Invitaban a perderse.
Invitaban a dejarlo todo.
Creo que los marineros perdidos sentirían algo parecido al escuchar el canto de las sirenas.
Pues Afrodita podía lograrlo todo, sólo con mirar a cualquier mortal a los ojos.
Cuando la diosa sonríe, todos olvidan cómo respirar, hombres y mujeres por igual.
Y yo que soy un soñador, me desvelo pensando en esos benditos labios.
Estar en su presencia se siente como una ligera corriente eléctrica en el aire, un estado de alerta, los cinco sentidos enfocados en ella y todo lo que la rodea. La diosa requiere esa atención, sólo los tontos y necios no pueden notarlo, aún menos aceptarlo.
Es que Afrodita era tan hermosa que sería imposible imaginarla sin conocerla, tan solo el hecho de intentar describirla en palabras resulta caótico y beligerante. Siento que podría morir intentándolo.
Y no me arrepentiría.
Le construyo un trono y un templo, que reine y me deje adorarla. Una regente de todo dónde pose la mirada.