Esa noche

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—Creímos que sería una buena idea, jamás pensamos que algo malo podría ocurrir —declaró José desde el banquillo tomando su cabeza con las manos— ¿Cómo íbamos a imaginar que eso ocurriría? ¡Dios! De haberlo sabido jamás nos habríamos acercado a ese lugar.

José continuó declarando y al finalizar su relato fue mi turno. Pasé al banquillo, me tomaron juramento y entonces me pidieron que relatara lo ocurrido esa terrible noche de verano.

—Diga su nombre y comience a hablar —me dijo un abogado.

—Mi nombre es Lucía Becerra —dije y mi voz se quebró un poco—, es difícil recordar lo que ocurrió esa noche, esa noche en la que perdí a dos grandes amigos.

Todo ocurrió el último día de clases. Con mis compañeros íbamos a realizar un viaje a Castillos de Pincheira por el fin de semana. Era nuestra costumbre hacerlo siempre en esas fechas. Por problemas personales varios de mis compañeros decidieron no ir ese año, por lo que solo fuimos José, quien acaba de declarar; mi primo Ramiro y su novia María; y bueno, yo. Tampoco fuimos a Castillos, cambiamos el destino y decidimos ir al dique.

Salimos un viernes en la noche, cuando el calor de diciembre ya se había aplacado un poco. Nos pusimos en marcha, íbamos en la camioneta de mi tío. Ramiro manejaba sobrepasando el límite de velocidad, la calle estaba muy oscura esa noche y sólo se escuchaba la música que María había puesto en el estéreo.

Tras pasar el angosto puente del dique mi primo frenó bruscamente, nos miró y nos dijo que buscáramos un buen lugar para acampar mientras él y María iban en busca de leña. Con José sabíamos que íbamos a tener que armar las carpas, encender la fogata y todo lo demás, mientras la parejita hacía quién sabe qué cosas en la intimidad, profundidad y oscuridad de la noche.

Juntos armamos las carpas rápidamente y estábamos comenzando a juntar leña cuando mi primo volvió con una gran sonrisa en su cara.

—Encontramos una casa —nos dijo—, podemos pasar la noche allí.

A lo que yo respondí:

— ¿¡Estás loco!? ¡Nos costó armar las carpas para que vengas y digas eso!

—Vamos, no sean aguafiestas —dijo María— les ayudaremos a desarmarlas.

Desarmamos las carpas y los seguimos hacia la dichosa casa. Era una cabaña muy pequeña, vieja y abandonada. Ramiro y José forzaron la puerta hasta que lograron abrirla. Con las linternas y los celulares alumbramos el lugar. No tenía muebles utilizables, solo un sofá viejo y roto, había muchos vidrios en el suelo, polvo y piedras.

Ramiro pisó algunos vidrios y sonrió. ¡Él creía que eso era genial, una noche de aventuras inesperada! Colocamos las bolsas de dormir en el salón, luego de despejar un poco el piso y comenzamos a contar las típicas historias y cuentos de terror. Fue entonces que María recordó que su prima, en Buenos Aires, había invocado demonios con una tabla Ouija, dibujando pentagramas en el suelo y con velas rojas, negras y blancas; nos retó a hacerlo. Le dijimos que estaba loca que esas cosas solo pasan en las películas, pero logró convencernos finalmente. ¡Ella tenía todo planeado! Sacó de su mochila la maldita tabla, una tiza de color rojo y unas velas; dibujó un pentagrama en el piso con símbolos extraños a su alrededor, puso la tabla en el centro y encendió las velas.

—Venga, siéntense —nos dijo y así lo hicimos.

María comenzó a decir palabras raras, mezclándolas con el español, decía cosas como virgen, sacrificio, espíritus. Pero nada ocurrió. Ningún espíritu le respondió. Decepcionada apagó las velas y nos dispusimos a dormir. En la noche comenzó a llover torrencialmente, un fuerte trueno nos despertó. María no estaba en su bolsa, José tampoco. Ramiro pensó lo peor y me dijo, más bien me obligó a quedarme en esa casa mientras él buscaba a los desaparecidos, a quienes aseguraba iba a encontrar in fraganti. Estuve sola alrededor de unos quince minutos, cuando la puerta se abrió de golpe y por ella ingresó María, toda mojada y sonriente. Me asusté al verla. Sus ojos estaban demasiado oscuros.

— ¿Y los chicos? —le pregunté.

—Afuera, peleando —me respondió mostrando sus dientes blancos, en una sonrisa perversa.

— ¿Por, por qué?

—Por mí. Rami cree que lo estaba engañando —negó con la cabeza—. Está muy equivocado.

Se acercó y su sonrisa era cada vez más grande y siniestra. A cada paso que daba hacia mí yo daba uno en sentido contrario.

—Lo que yo quería hacer era matarlo —rió—, sí, quería matar a José. Él quiere que los mate a todos.

Entonces le pregunté: ¿Quién es él? Y ella respondió que él era quien la mandaba, alguien que le hablaba en su cabeza y le decía que hacer y que en ese momento quería sangre, sangre de un deportista, alguien con mucha energía, joven, vital; también alguien adicto a los dulces y fritos, por último, a alguien virgen. E irónicamente esas eran nuestras descripciones.

—Entonces ¿qué ocurrió? —preguntó el abogado interrumpiendo.

—María se acercó más aún. Pero su marcha fue interrumpida. José ingresó a la casa todo embarrado, con sangre en el rostro, y detrás de él llegó Ramiro. María olió la sangre, o algo así, sus ojos brillaron como si fuera un animal carnívoro hambriento que huele carne fresca y giró rápidamente hacia José, se acercó a él y lo tiró al piso como si fuera un muñeco, ella se subió sobre él y acercó su rostro al de él para olerlo. Ramiro quiso detenerla; pero yo lo tomé del brazo al ver como la boca de María incrementaba su tamaño, para luego morderle el cuello a José.

— ¡No!— Grité tras escuchar el grito de dolor de mi amigo, quien se retorcía debajo de ella, intentando escapar.

Ramiro tomó un palo y pretendió golpearla. Sinceramente no sé de dónde lo sacó, pero falló, ya que ella atrapó el palo como si de una pelota se tratara y lo rompió sin problemas. María rió y se incorporó. Ramiro corrió hacia afuera. José estaba inmóvil en el suelo, parecía muerto, todo sucio, mojado y había un charco de sangre formándose a su lado. Caminé lejos de todo eso, al cuarto del baño y allí me encerré. Estaba muy asustada, confundida. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué pasaba con la novia de mi primo? ¿José estaba muerto? ¿Dónde estaba Ramiro? ¿Estaría vivo?

Esas dudas fueron contestadas más pronto de lo que esperaba. La única luz que tenía, proveniente de una vela, se apagó. La puerta comenzó a moverse y yo me aproximé más y más a la esquina más alejada de ella, tratando de encogerme y que no me notara. Quería desaparecer.

Lamentablemente eso no ocurrió. La puerta se abrió e inmediatamente su mirada se dirigió hacia dónde yo intentaba ocultarme.

—Es inútil esconderse —me dijo— sólo falta el sacrificio de la virgen y yo podré tomar mi forma y recuperar mi poder.

— ¿Qué, qué hiciste con Ramiro? —le pregunté con voz temblorosa.

— Él murió. Ahora debe estar haciéndole compañía a los peces —comenzó a reír y yo sólo sollocé—, deberías haberlo visto tratando de salir de su camioneta, con la poca energía que le quedaba, mientras ésta se llenaba de agua.

En ese momento mi corazón se detuvo, ella había confesado. Había matado a mi primo, luego me enteré que había intentado drenarle la sangre antes de arrojarlo al río. Rompí en lágrimas. Mi primo estaba muerto... María se acercó a mí, riendo silenciosamente. Ya no me importaba lo que pasara conmigo. Cerré los ojos y esperé que todo ocurriera.

Pero nada pasó.

Abrí los ojos lentamente. María me estaba dando la espalda, miraba algo en la puerta. Me puse de pie, temblorosa. Allí en la puerta estaba José, con un arma en la mano. No tenía ni idea de dónde la habría conseguido, pero era un alivio en cierta forma. Él la miró y dijo:

—Deberías comprobar si tu víctima en verdad está muerta antes de darlo por hecho —y acto seguido disparó.

La poca luz que había se apagó por completo. Quedamos en una total penumbra, el silencio reinó por varios segundos. Entonces tuve una rara intuición: encendí un fósforo. Tal como había intuido, el rostro de María sonreía. Sea lo que sea que estuviese en su cuerpo, había desaparecido dejando atrás un cuerpo feliz.

José se acercó a mí y juntos nos recostamos en el piso y allí permanecimos hasta que nos encontraron.

Esa noche, sin duda alguna, fue, es y será la peor de mi vida.


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