—¿Dos para una? —preguntó Lisandro, deslizando su mirada sobre Sol con una sonrisa arrogante que dejaba entrever su confianza. —No se la banca.
—Si no se la banca por separado, menos se la va a bancar a la vez —intervino Cristián, cruzándose de brazos y adoptando una postura que denotaba seguridad.
Sol soltó una risa nasal, divertida por la interacción entre los dos hombres. Con un movimiento despreocupado, se cruzó de piernas, captando la atención de ambos jugadores. Sus largas y bronceadas piernas estaban expuestas gracias al escote del vestido que llevaba puesto, una vista que parecía fascinar a los dos.
—Me parece que ustedes se tienen mucha confianza, ¿no? —comentó ella, chasqueando la lengua de forma juguetona ante las risas que brotaron de los hombres. —Seguro tienen miedo porque son puro chamuyo.
Lisandro frunció el ceño, su expresión habitual de desdén apareciendo en su rostro. Intercambió una mirada seria con su compañero, quien también mantenía su rostro impasible.
—Uh, creo que les herí el ego. Mal ahí —dijo Sol, apoyando las manos en la cama y utilizándolas para impulsarse y levantarse. Se estiró con elegancia, disfrutando del momento. —Me voy a mi habitación, y cualquier cosa ya saben dónde encontrarme.
Los tacos de punta resonaron en el silencio de la habitación mientras Sol dirigía sus pasos hacia la puerta, decidida a salir. Sin embargo, la mano de Romero se ajustó firmemente alrededor de su muñeca, tirando de ella con suavidad pero con determinación, haciéndola volver.
—No, morocha, vos no te vas de acá hasta que te tiemblen las piernas. ¿Entendido? —dijo él, mientras su otra mano se posaba en su cuello, notando cómo las pupilas de ella se dilataban por la sorpresa y la emoción. Sol, mordiendo su labio inferior, asintió a sus palabras, consciente de la tensión que se había generado en el ambiente.
—Querés coger con los dos, listo, te lo cumplimos, caprichosita de mierda —intervino Lisandro, colocándose detrás de ella. Con un gesto decidido, le corrió el pelo a un lado y comenzó a dejarle besos húmedos en el cuello, intensificando el momento.
La morocha sonrió, satisfecha por escuchar sus palabras. La confianza que emanaba de ellos la hacía sentir viva, y se entregó sin reservas a lo que los hombres quisieran hacerle.
Cristián comenzó a bajar los breteles del vestido de Sol con un leve atisbo de desesperación, dejando al descubierto sus pechos. Sin dudar, dirigió su boca hacia uno de ellos, lamiendo el pezón izquierdo, que estaba adornado con un piercing que a él lo volvía loco. Mientras tanto, estimulaba con sus dedos el otro, generando una mezcla de sensaciones que provocó que Sol se perdiera en el éxtasis.