☁️ Él era el indicado, el único que lo hacía enloquecer. Seoku podría escribirle un millón de canciones pero eso jamás sería suficiente para demostrar el inmenso amor que sentía...
Siete años, 2555 días que se habían sentido como uno solo. ☁️
Los cálidos y dorados rayos del sol entraron lentamente por la ventana: avanzando milímetro a milímetro hasta posarse sobre el rostro de Seoku, quien debido a la luminosidad, despertó: incomodo, recargado en la pared, sentado sobre el piso, aferrándose aún al cuadro con la fotografía de Haru hecho añicos.
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Cuando estiró sus brazos, sintió el agudo y punzante dolor de las heridas en su piel.
Otra noche en que había llorado hasta quedarse dormido, otra maldita noche en que el dolor lo venció, en que la desesperación lo sepultó bajo una tonelada de desgarradores recuerdos y preguntas sin respuesta. Otra noche sin él, quien había sido el hombre de su vida.
Seoku acarició la fotografía pero uno de los vidrios cortó la yema de su dedo, provocando que la imagen del joven se manchara de rojo.
—¡¡No!! —dijo levantándose rápidamente hacia la cocina, colocó su dedo lastimado bajo el grifo y limpió la herida, pero lo que más deseaba era salvar la imagen.
Con un trapo húmedo comenzó a limpiarla pero la foto comenzó a romperse.
—¡No, por favor! —suplicó a la nada, odiándose por ser tan torpe y arruinar la fotografía.
Se había estropeado.
No es que no tuviera más fotografías, pero esa era especial. Aquel día se había graduado del colegio y había sido esa la que sus padres habían escogido para colocar en el altar, el día del funeral.
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El recuerdo de los señores Matsuda llegó a su mente, había pasado mucho tiempo sin ir a visitarlos. Seoku se sintió sumamente culpable, ya que había prometido visitar a la familia que había quedado tan rota como él.
Aquel joven suspiró profundamente y caminó hacia la sala: descolgó el teléfono para llamar a sus antiguos suegros pero una voz femenina al otro lado de la línea le hizo saber que debido a la falta de pago del servicio telefónico, su línea había sido suspendida.
—No creo que se molesten si llego sin avisar, ¿no? —preguntó.
Silencio.
Aquello era la parte que a la que aún no se acostumbraba: el pesado y obnubilante silencio que imperaba no solo en su departamento, sino en su mente, y aún más en su corazón.