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Sorbo mi nariz y doy otra mordida a mi galleta de bombón. No sé dónde mierda estoy, ni cómo regresaré a casa, pero no puedo hacer mucho por ahora. Estoy rendida, no quiero tener más preocupaciones en la cabeza.
La brisa invernal me mordía mientras las luces neón del local tras de mí parpadeaban, arrojando destellos de colores sobre mi cuerpo y sobre aquel pequeño charco de agua frente a mí.
Observo mi reflejo distorsionado mientras me abrazo para darme algo de calor, el eco de la pelea con mi novio aún retumba en mis oídos.
Mis ojos arden, el pecho me duele, mi cuerpo tiembla no solo por el frío que me azota y porque estoy casi semidesnuda en estos momentos; tiemblo porque estuve más de 10 minutos caminando por la desolada carretera, trazando un río de lágrimas tras de mí después de que mi novio me bajara de su automóvil a base de gritos y empujones.
Casi no siento mis pies, me hormiguean y duelen. Me abofeteo internamente por decidir usar unos incómodos tacones abiertos de aguja y con tiras que me aprietan las pantorrillas.
Estoy pensando seriamente en quitármelos a la mierda, no los aguanto más.
El chico del mostrador me dijo que a unos kilómetros de aquí hay un hotel, puede que la pase ahí esta noche. Aunque no creo tener suficientes billetes conmigo.
