Placeres esquivos

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Capítulo 2

Parte 3. Momentos incómodos de un marimo perdido

Zoro empezó a caminar en círculos por el pueblo donde se habían instalado. El dolor de cabeza ya le había disminuido bastante, pero aún sentía náuseas y un ligero malestar cuando escuchaba ruidos fuertes. Había abandonado el hotel con la clara idea de irse a entrenar al Sunny, pero por más que caminaba no lograba dar con el puerto. Estaba tan distraído que se estrelló sin querer con una persona y la hizo caer.

—¡Ah, perdona! —exclamó al instante y le tendió la mano.

Pero se puso tenso al notar que se trataba de un marine novato.

El joven esbozó una sonrisa y aceptó su ayuda de buena gana —no se preocupe, yo tuve la culpa, que tenga un buen día. —Se disculpó y, sin ser capaz de reconocerlo, siguió su camino.

«Eso estuvo cerca», pensó Zoro mientras se reprendía a sí mismo. No podía darse el lujo de seguir vagando tan despreocupadamente. Apresuró el paso para alejarse lo más pronto de esa calle, se adentró en el patio de una casa y, al ver que había ropa en el tendedero, tomó una camisa, una gorra, y se cambió.

Más calmado volvió a moverse entre la gente, robó unos lentes de sol y por fin se sintió más tranquilo.

Ahora que ya estaba «disfrazado» podía buscar algún sitio para descansar.

Muy cerca de ahí encontró un bar y la idea de tomar algo para refrescarse le pareció más atractiva. Qué importaba que aún no fuera ni medio día, él tenía demasiada sed, así que entró. Tomó asiento en el fondo de la barra, pidió una cerveza y comenzó a beber.

Por un buen rato logró mantener los recuerdos a raya, pero poco a poco su atención regresó, curiosa, a repasar todo lo que había sucedido la noche anterior. Cerró los ojos un momento, mientras acariciaba el frío tarro de cerveza.

Esta vez... apareció algo más... una memoria mucho más borrosa que el resto. Las voces, las imágenes, todo se movía de un lado a otro, pero entre esa turba de sensaciones pudo verse a sí mismo atando con furia y gran excitación un par de manos a la cabecera de la cama con el paliacate negro que no había logrado encontrar.

—Quédate así, pedazo de mierda —le decía a esa persona mientras apretaba las ataduras con tanta fuerza que lo hacía soltar un quejido de dolor.

—Haré lo que me pidas... —contestaba su acompañante con una voz dócil, juguetona... y extrañamente familiar.

Una voz que no era la del rubio, sino de alguien más.

Zoro abrió los ojos, perplejo, y apretó el tarro con tanta fuerza que lo quebró. Retrocedió cuando sintió que toda la cerveza se le derramaba encima y miró un vidrio incrustado dolorosamente en la palma de su mano.

—Hey, ¡vas a pagar extra por eso! —le recriminó el cantinero. Él se retiró el vidrio y, sin decir palabra, comenzó a caminar hacia la salida. El cantinero intentó detenerlo y le colocó una mano sobre el hombro, pero Zoro lo miró de reojo con un aura terrible y el pobre hombre prefirió dejarlo ir.

Zoro avanzó a pasos rápidos sin mirar hacia dónde caminaba. Este último recuerdo, a diferencia de los anteriores, era demasiado borroso. Por más que intentaba concentrarse no lograba ver el rostro de su acompañante.

Lo único que podía asegurar era que no se trataba del cocinero.

Llegó hasta la sombra de un árbol y se recargó en él. Respiró profundo y se tocó la frente.

Todo iba de mal en peor.

...

Una risilla de mujer lo hizo reaccionar y se giró de súbito, había algo familiar en aquella voz. Hasta ese momento notó que se encontraba en medio de un pequeño parque, y a su alrededor, caminaban muchas parejas de la mano.

De anoche, ¡no recuerdo nada!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora