Al perro que tiene dinero se le llama señor perro.
Proverbio árabe.
Arthur no podía dar crédito a sus ojos. Incluso cuando la vio entrar, fijar una mirada furiosa en Dowson y luego lanzar la misma mirada indignada a Arthur, no podía creer lo que estaba presenciando.
Nunca antes había visto a una doncella con tanta valentía, pero ahí estaba ella, plantada en medio de su habitación con el pelo negro y brillante recogido en un moño tirante y un vestido espantoso de color marrón que le sentaba de pena. Por un instante, había creído que la joven se arrepentiría y se marcharía ante la idea de subir a las habitaciones del Duque, pero había estado muy lejos de la verdad.
—¿Qué demonios hace usted aquí? ¿Ha venido para seguir atormentándome como el ominoso cuervo que es?
—No soy un pájaro de mal agüero, muy señor mío. Soy Jane.
—¿Jane, qué más?—Jane titubeó. Lo cierto era que no tenía un apellido que pudiera decir en voz alta, decir que se apellidaba «FitzGeorge» la delataría—. ¿Es huérfana?
—Sí, señor, soy huérfana.
—Lo que me faltaba. Una huérfana en mi habitación, hará usted que el estatus de esta propiedad descienda.
—Si la presencia de una simple sirvienta sin apellidos hará que la excelentísima propiedad del Duque de Wellington pierda estatus es que quizás este no sea tan elevado como uno espera.
Arthur abrió los ojos desmesuradamente, sintiendo el dolor de su cuerpo y de su resaca con intensidad. Jamás, en toda su vida, alguien le había hablado de esa manera. Y mucho menos una plebeya fea y analfabeta. —Ha sido un error permitir que entre hasta aquí, pensé que se negaría a subir a las dependencias de un caballero, pero ya veo que usted carece de toda vergüenza. ¡Dowson! ¡Dowson!
—Mi señor —volvió a aparecer el mayordomo, que había aguardado angustiosamente al otro lado de la puerta.
—Acompañe a la plebeya sin apellido a la salida, si es necesario llamar a un lacayo para que lo ayude a empujarla, hágalo.
Jane lo observó y se dio cuenta de que estaba en las dependencias de un hombre soltero. No era la primera vez que hacía algo parecido como doncella, pues había limpiado las habitaciones de los señores en multitud de ocasiones. Pero siempre cuando ellos no estaban presentes o cuando alguien más del servicio la acompañaba. El Duque de Wellington tenía los cabellos húmedos, peinados hacia atrás, seguramente lavados a consciencia por su ayuda de cámara, y algunos mechones empezaban a rizársele en las sienes. Llevaba una bata que se intuía más allá de lo que no cubrían las sábanas de raso blanco, y un poco de su pecho estaba al descubierto, lo justo para saber que este era fuerte.
Pero de pronto vio la cama. Y súbitamente comprendió que él tenía razón. Claro que el hecho de haberla recibido en su dormitorio no era más que otra manera de insultarla, de humillarla. Ella no lo había pensado, obnubilada con la idea de pedirle su ayuda para recuperar los derechos en su empleo.
Arthur notó que la joven ya no lucía tan valiente como antes, y recordó que la había hecho subir no solo para poner a prueba su vergüenza, sino también para tomar represalias en su contra. Por poco lo había olvidado con tanta discusión.
—Retírese Dowson —ordenó con un gesto de mano.
—Mi señor —reiteró el mayordomo como un loro, lo que le valió otra mirada airada de parte de Jane, quien obviamente tenía tan poca simpatía por su mayordomo como por el propio Arthur.
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El Diario de una Doncella
Historical FictionLa curiosidad convertida en deseo. El duque de Wellington, conocido como el soltero más deseado y esquivo del Raj Británico, se ve obligado a enfrentar un duelo al amanecer debido a un incidente que manchó la reputación de una joven. Sin embargo, la...