Capítulo 2- Valiente Jane

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Lo único capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo que le proporciona hacerlas.

Oscar Wilde.

Jane FitzGeorge, así era como recordaba su nombre, trabajaba para los Grandes Duques de Meckelemburgo-Strelitz, pero las órdenes se las daba el ama de llaves, la señora Blair. Que era tan alta como malintencionada. 

—¿De nuevo el Gobernador Canning? —comentó la señora Blair, arqueando su nariz de ave rapaz y cruzando los brazos por segunda vez en el día, después de escuchar a Jane relatar lo sucedido con los huevos, otra historia poco verosímil después de la del duelo—. Será mejor que te traslades a las dependencias de los sirvientes indios, y esta noche estarás a cargo de las tareas de limpieza de la fiesta. No subirás más a las áreas principales; te quedarás aquí abajo, encargándote de la limpieza de la cocina y lavando los platos sucios.

—Perdone, señora Blair —intervino con una cortesía forzada, reprimiendo sus palabras—, pero no me parece justo. Usted me proporcionó el dinero necesario para comprar los huevos, y el caballero que los destrozó no pudo compensarme para adquirir otros debido a que se cayó del tílburi. ¿Cómo habría podido cumplir con éxito mi trabajo?

—¿De veras quieres que me trague que un caballero de alta alcurnia se ha parado a hablar con una simple sirvienta? No vas a seguir riéndote de mí, Jane. Obedece si no quieres que te prive de tus estipendios esta semana. 

La estaba acusando de mentir, y lo hacía desde esa madrugada. ¿Qué podía hacer en ese momento? Nunca antes la habían castigado, y no deseaba que esa fuera su primera vez. Con la garganta tensa, aunque su enrojecido cuello quedara bien disimulado bajo su vestido negro, bajó la cabeza y se retiró a su habitación para empacar sus pertenencias y trasladarse a las dependencias de los sirvientes indios. Estas se encontraban apartadas de la mansión principal, ubicadas en un edificio donde el frío era constante y las ratas eran compañía habitual. Había oído historias horribles de ese lugar y no por las personas que residían en él, sino por las condiciones pésimas en las que tenían que vivir. 

—¿Qué sucede, Jane? ¿Por qué estás empacando tus cosas? —le preguntó su compañera de habitación, otra sirvienta con la que había forjado una sólida amistad, llamada Jenny.

—La señora Blair me ha sancionado y quiere que me traslade con los sirvientes indios.

—¿Todavía no ha olvidado lo de los bajos de los vestidos? —expresó Jenny con preocupación, tomando a Jane del brazo con inquietud.

Jane relató todo lo sucedido a su amiga sin entrar en detalles, con el fin de no perder tiempo en la conversación cuando debían estar comiendo para volver a sus deberes lo más rápido posible.

—Me parece que sé de quién estás hablando. 

—¿De veras? Jamás lo había visto en casa de los señores. 

—Ni lo verás, no es de esa clase. Pero es amigo del señorito Adolfo. 

—¿Del hijo mayor del señor?

—Sí, es uno de sus pares. Lo sé porque mi hermano trabaja en el club donde suelen ir los caballeros a beber y a apostar y, por la descripción que me has proporcionado, encaja perfectamente con el «caballero de plomo».

—¿«Caballero de plomo»? Preferiría seguir llamándolo «caballero desgraciado».

—Lo apodan de ese modo debido a sus ojos y cabello oscuros, aunque su personalidad tóxica también podría ser una de las razones —añadió Jenny, achinando sus ojos verdes, que contrarrestaban con los ojos de color bronce de Jane, los únicos que Jenny había visto en Calcuta—.  En realidad, es el Duque de Wellington. Arthur, creo que se llama. Arthur Wellesley. 

El Diario de una DoncellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora