Miedo (Parte 1)

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— ¡DIGGI!

Nadie respondió.

— Esto empieza a asustarme... — murmuró Eris, sosteniendo frente a ella su arma.

— Ya somos dos...

Tras comprobar que el velo de oscuridad era demasiado denso para mantener cualquier hechizo luminoso, Duna decidió cerrar los ojos y hacer uso de su fino sentido del oído. Era, sin exagerar, el sentido en el que más confiaba de todos cuantos poseía y rara vez la había traicionado. Sin embargo, aquel templo volvió a superar sus expectativas: Tan solo pudo discernir aquellos susurros, ininteligibles, siniestros y lejanos y el lastimero quejido de alguien por quien no era seguro arriesgar ni un sólo paso más, aún pese a que su instinto se lo pedía. De sus desaparecidos compañeros, sin embargo, no notó ni tan siquiera la presencia.

— No puedo oírles... — les dijo. — No consigo oír nada... sólo esos susurros. Será mejor que nos mantengamos jun...

Pero ya nadie la escuchaba. La tabaxi se había quedado sola.

— ...No... ¿Dónde estáis...? — murmuró, más para sí misma que no para nadie más.

A sabiendas de lo que acababa de pasar, Duna bajó las orejas y su cuerpo se tensó más casi sin darse cuenta durante unos segundos que se le antojaron eternos, aunque no parecía suceder nada. Pero, justo cuando su mente comenzaba a buscar forma de escapar, una voz que conocía muy bien rompió el silencio.

— Ah... eres tú, gatita.

— ¡...!

Sólo la primera nota de aquella voz, en perfecto marquesiano, terminó por erizar todo su pelaje hasta la punta de su cola. Sus orejas, que se giraron de inmediato hacia el origen de la misma, bajaron hasta casi enterrarse en el velo que cubría su cabeza y el aire viciado que respiraba se guareció en el interior de sus pulmones, carentes de la más mínima intención de volver a salir.
Tras ella se alzaba una figura masculina engalanada en lujosos y exóticos ropajes confeccionados en las más caras sedas de Marquet. Su mirada, altiva y segura de sí misma, buscó la de su interlocutora y brilló de satisfacción al comprobar el miedo reflejado en las pupilas aguamarina de la joven que tenía delante.

— ...No...

Fue la única palabra que salió de la boca de la bailarina. El miedo, casi invocado por la voz del hombre que tenía delante, se deslizó en silencio pero sin pausa alrededor del pecho y la garganta de Duna hasta silenciar casi por completo su voz. Su instinto rugió, pidiendo huir por encima de la cacofonía de emociones que se vertían en la mente de la chica como un torrente de agua sin control. Intentó formular una pregunta, pero ésta murió sin apenas haberse asomado a sus labios.

El hombre dejó escapar una leve risa, divertido.

— Pero, ¿qué estás haciendo aquí? — preguntó con un tono algo más suave, en un intento de parecer amable.

Duna no respondió y la repentina incapacidad para hablar provocó que se tensara todavía más a causa de la impotencia.

— Ah... veo que sigues siendo lo que siempre has sido: Una simple esclava.

"...Una simple esclava sin nada que ofrecer, querida.", le había dicho varios veranos atrás. "¿Por qué molestarte en poner en peligro tu hermoso pelaje por unos tontos cuentos de hadas?"

— ...N-no soy tu esclava...

Aquellas cuatro palabras le costaron más energía de la que habría querido. El esfuerzo, plasmado en su cara y ya imposible de esconder como bien había hecho en el pasado, no fue sino la leña que animó el fuego de la sonrisa de su antiguo captor, que volvió a estallar en una nueva risa.

— ¿Cómo? — preguntó de forma algo teatral, como quien habla a un niño pequeño y crédulo. — Yo te compré, querida. — agregó, como si fuera lo más obvio del mundo.

Sus pasos resonaron en la oscuridad de la sala a medida que se empezaba a acercar a ella. Sólo cuando estuvo delante recordó lo alto y fuerte que era en comparación a sí misma, que siempre había sido más bien enclenque y pequeña para su raza.

— Eres mía... — afirmó. — ¡Y siempre lo serás!

"Eres mía."

El mar embravecido que era su mente la arrastró hasta recuerdos pasados. Había oído esa frase a las puertas de lo que había sido un renacer para ella. Aquel día, en palabras de muchos, había perdido una de sus nueve vidas.

El mismo día en que se había enfrentado a su amo por primera y última vez.

Embriagada por el recuerdo, la tabaxi arqueó levemente la espalda y enseñó los dientes en la oscuridad del templo. Su cola, al igual que sus orejas, se mantuvieron bajas, tensas y con el pelaje totalmente erizado. Su aspecto, habitualmente afable y dulce, se había trocado por el del felino que realmente era en un intento de defenderse de su enemigo.

Éste, por el contrario, no pareció asustado, sino molesto.

— Tsk... supongo que tendré que encadenarte otra vez, gatita. — murmuró, decepcionado por el aspecto salvaje que acababa de adquirir aquella muchacha que siempre había recordado dócil. — Vamos, ¡sígueme!

Ésta vez la respuesta le salió alta y clara.

— ¡NUNCA!

Pero pronto se arrepintió de su valentía prematura.

En cuestión de un parpadeo, la diestra del hombre se cerró en torno al fino cuello de la tabaxi con la fuerza de una garra y la obligó a inclinarse ante él. 

Ahogando un grito de sorpresa y dolor, Duna de Cristal fue arrastrada por el frío suelo de piedra hacia los rincones más recónditos de su propia oscuridad.

~ Continuará...~

Historias de una tabaxiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora