Capítulo 4

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El evento siguió siendo ameno y elegante, a pesar de ser algo cicatero si se me preguntaba.

Los canapé picaban en mi hombro, a la espera de ser tirados, y la sonrisa afable y profesional que me esforzaba por mostrar a los invitados en el punto céntrico resultaba ser agobiante y austera.

Por mucho que me esforzará en intentar ser complaciente y eficaz, tenía un límite, y aquí nadie estaba exento de parecer indispensable en un anuncio magno por mucho que la renuncia provocada se viera interpuesta.

—La fanfarronería del juez Di Marco parece sacada de una historieta.

No hay nada en este mundo que no pueda reconocer, salvo lo que está fuera de mi tan reconfortante esfera, y la voz de Arthur no es una de ellas.

—Pensé que no vendrías.

Se encoge de hombros y agarra un canapé mientras sus ojos vagan por la sala, sin sorprenderse ante la magnificencia del ornato.

—Se puede encontrar mucha diversión en los eventos de alta alcurnia.

Es lo único que dice.

No hay interés de por medio en querer encontrarse con Layla ni hablar con las familias de abolengo.

Después de agarrar otro aperitivo, se retira sin mediar más palabra y me deja de nuevo con mi tarea.

No hace mucho lo conocí y acerté en confiar en él fuera de algo romántico con mi amiga, que seguía empeñada en vivir una gran choco aventura a su lado, advirtiendo el peligro que desprendía.

A sus ojos, resultaba algo extravagante y fuera de su gran continuada vida, a los míos, algo estúpido y sin coherencia.

Sabía que la muerte de su madre la habían convertido en una persona un tanto distinta, y por lo que me había contando y lo poco que yo me encargué de escuchar, jamás habría usado el poder de su padre para sacar provecho de algo o alguien. En cambio, su madre la habría reprendido y le enseñaría como a una niña los principios y los valores de todo ser humano.

Sin embargo, quería creer que era algo momentáneo. Su padre era un juez respetado e influyente, sin que nada se le negara, y después de la pérdida de su esposa, el hombre con un poderío había optado por volver a lo que siempre fue. Un matasiete excéntrico que no dudaba en tomar lo que quería a sabiendas de que nadie haría nada, por lo menos ese nadie no incluía a su hija. Cuando la miraba, veías el amor que le tenía. Era su más grande orgullo y anhelo, y también era lo único que le había dejado su difunta esposa como recuerdo de que alguna vez hubo una gran historia de amor que aplacó la maligna esencia de un hombre corrupto.

Yo no lo culpaba a él ni a ella de verlos actuar insoportablemente, sino al destino. Incluso a Dios, si se me permitía.

Los hermosos corazones podían descansar e irse porque aquí todos seguimos en una pugna interminable intentando encontrar que carajo debemos de joder.

Es la beldad de mi versión que me agrada.

Me fascina pensar que la florería que compraré será un martirio para mi padre, y que cuando la vea su corazón sufra hasta el punto de morirse por haber abandonado a su esposa y a su pobre hija que intenta aminorar lo estragos de su huida.

Mi madre piensa que es algo despiadado lo que le intento hacer, pero hace mucho perdí la esperanza de algo bueno. Ella no. Y eso está bien siempre y cuando no intente hacerme cambiar de parecer.

Por segunda vez un impoluto traje blanco vuelve a acaparar mi campo de visión, y los nervios me asaltan como avalancha.

Por Dios, cálmate Eyén.

El vals del mafiosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora