Capítulo 2. El recluta

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Es hora de marchar a Portelanosa —dijo el hombre.
—Así parece ser —indicó el anciano del grupo.
Todo el grupo se situó en la plaza del pueblo y el an-
ciano bajó de su caballo para dibujar un círculo medianamente
bien conseguido alrededor de ellos, montó de nuevo y pulverizó
la piedra, no más dura que una tiza, con las manos, dejando caer
el polvo dentro del círculo.
—¡Dios del movimiento, permítenos partir a Portelanosa! —
vociferó mientras alzaba los brazos.
Pasaron unos cinco segundos y no parecía que ocurriera nada,
pero entonces sintió un pequeño vértigo, el sitio cambió y se en-
contraban en Portelanosa, junto al círculo y el polvo blanco que
había viajado con ellos. Abandonaron el lugar y Jerón pudo ver
cómo los guardias que vigilaban el lugar donde aparecieron co-
gían un cubo de agua y material de limpieza y se disponían a
limpiar, estaban algo quemados y decían por lo bajo: «¿Somos
soldados o chachas?». Cuando Jerón giró de nuevo la cabeza al
frente, vio que Rosa se acercaba en un corcel blanco. ¿Qué hacia
ella aquí?
—¿Qué haces por aquí? —pregunto Jerón.
—Esta es la capital, vivo en ella y trabajo desde ella. ¿Ves esas
segundas grandes murallas, dentro de las propias de la ciudad?
Tras ellas están tu futuro maestro y los campos de entrenamiento,
el lugar donde pasarás estos dos años entrenando. Fuera de ellos,

al norte de la ciudad, está la zona residencial; al sur, la comercial;
al este están los barrios humildes, no te aconsejo acercarte por
allí. Y al oeste, las residencias de la nobleza, es donde yo vivo. —
Orgullosa, se puso la mano sobre el pecho.
—Comprendo, ¿y quién o qué es ese dios del movimiento?
—Lo has oído a los hombres con los que viniste, supongo.
—Sí.
—El dios del movimiento es quien nos permite viajar de un
lado a otro usando su magia, es una importante figura. ¿En tu
mundo no había dioses?
—Sí, bueno, se habla de ellos, solo que nunca hacen acto de
presencia.
—Ah, comprendo, ya había escuchado eso antes.
Los resguardos del segundo muro se pusieron firmes a su paso,
las murallas eran gruesas, desde luego, unos dos metros de ancho.
Llegaron a las caballerizas y un hombre les trajo agua, que to-
dos aceptaron gustosamente, aunque lo que los hombres —salvo
Jerón— esperaban era la llegada de la noche e ir a la zona sur a
beber hasta emborracharse y celebrar su regreso.
A Jerón le hicieron entrega de un uniforme con algunas pro-
tecciones de metal, una espada con una gema de entrenamiento,
que impedía que su filo cortase, y una habitación para él solo.
—Soy Lucrecia y seré vuestra maestra en la espada.
—Un gusto —replicó Arturo.
—Un gusto —repitió Jerón tras Arturo.
Lucrecia era corpulenta y alta como un hombre, su físico de-
notaba su fuerte espíritu. Arturo esa similar a Jerón, pelo negro,
tez clara, altura similar, aunque en esto ganaba Jerón ligeramente.
Ambos jóvenes eran hábiles con la espada, Arturo ya la había
perdido el miedo de sus entrenamientos con su padre, allá en
villa natal, mientras que Jerón, a pesar de la gema protectora que
le salvó de más de una cicatriz, tardó cerca de una semana en
acostumbrarse.

Lucrecia era firme, pero justa con ellos. Era buena en su tarea,
fue destinada a ella porque de verdad creían en los resultados que
ofrecería. Jerón empezó a ganar maña con la espada al tiempo
que masa muscular a los dos meses, incluso empezó a igualar a
Arturo. Ambos jóvenes entrenaron siempre juntos, bajo la mirada
constante de la instructora.
—¡Jerón, esa postura más firme! ¡Arturo, sube más la espada
al atacar!
Así pasaron días y noches, semanas y meses, en los que Lucre-
cia aprovechaba los ratos libres para hablar de sus aventuras, to-
mando confianza y cariño a sus dos alumnos. Descubrieron de un
viejo amigo que la visitó que poseía el sobrenombre de Lucrecia
del Corazón Vehemente, y ciertamente le encajaba.
Rosa, que siempre parecía estar en la capital, dedicaba su tiem-
po libre a estar con Jerón, el cual alternaba entre ella y Arturo,
que se convirtió en un buen amigo. Cierto día, al final de un año
de entrenamiento, se decidió que los reclutas debían tener por
lo menos una misión de la que sacar experiencia real, aunque
fuera relativamente sencilla. Todos ellos ya se movían con la espa-
da dignamente, y les dieron, además, una piedra para la espada.
Baltasar y Lorenzo fueron enviados a una mazmorra de Argucia
Mayor, mientras que Jerón y Arturo irían a la de la gran academia
Última.
Ambos salieron ese mismo día y llegaron esa misma noche.
Se les había preparado una habitación para compartir y una cena
realmente deliciosa. A la mañana, los dos jóvenes equiparon las
dos piedras mágicas que se les había entregado en las espadas,
eran azulinas y tornaban el filo de la espada de este mismo color,
las espadas se sentían más ágiles, es decir, menos pesadas. Arturo
quitó la piedra de entrenamiento, mientras que Jerón casi lo ol-
vida.
Se acercaron a la mazmorra, que tenía una entrada bajo el
suelo, como si fuera la entrada al metro, bajaron las escaleras de

El joven Jeron: La saga de los sistemadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora