FINAL

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30 de noviembre de 2057

Annalía:

—¿Crees que le guste? —pregunta Erick una vez más y yo sonrío.

Ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que lo ha hecho en la última semana, luego de mostrarle uno de los regalos que tengo preparado para el cumpleaños de Zack.

—¿A ti te gusta? —inquiero al terminar de atar el gran lazo azul.

—Sí, es divertido.

Tengo varios regalos para mi chico el día de hoy; este es de parte mía y de Erick, aunque, según tengo entendido, él tiene el suyo propio. El segundo es para Zack y para el pequeño alemán; algo que vi hace algunas semanas en una tienda y como la fecha estaba cercana, decidí esperar para dárselo. Y, por último, hay uno que me tiene sumamente nerviosa y que espero sinceramente que sea bien recibido.

El obsequio que tengo frente a mí, se trata de una gran granada dorada, rodeada con un lazo azul y con una mecha en el borde superior que, cuando la enciendes, se consume hasta explotar. No literalmente, claro; simplemente se abre la parte de arriba en cuatro capas mostrando el interior: ocho botellas de cerveza, las preferidas de mi chico, rodeadas de caramelos de todo tipo y sabor.

—¿Puedo encender yo la mecha?

Mi niño, que ahora tiene diez años y ha crecido abismalmente, tanto que, dentro de poco tendré que mirar hacia arriba para ver sus lindos ojos, toca la mecha con la punta de sus dedos.

—Solo si me dices qué le vas a regalar tú.

Una de sus muy perfectas cejas, algo cruel tratándose de un hombre, se elevan por todo lo alto mientras me mira con picardía. Este mocoso en el último mes se ha jactado de tener el regalo más impresionante, pero por más que le he preguntado, amenazado, sobornado y suplicado, no ha querido revelarme nada.

—No puedo, pero te aseguro que te gustará.

Apoya sus codos encima de la isla de la cocina, mientras le retira el envoltorio a uno de los caramelos que, justo ahora, debería estar junto con el resto dentro de la granada.

—No es a mí a quien tiene que gustarme, Erick.

—Por eso es que no sé si el regalo es para ti o para él.

Frunzo el ceño mientras la curiosidad se hace cada vez más grande. ¿Qué puede estar planeando un niño de diez años sin que sus padres lo sepan?

Suspiro profundo.

—Perfecto, ya que tú tienes el regalo más asombroso del mundo mundial, me aseguraré de dejarle claro a tu padre que este regalo es mío y solo mío.

Su risa se abre paso en la tranquilidad de la cocina y mi corazón late emocionado. Pocas cosas en la vida me hacen más feliz que verlo reír.

—No digas eso ni en broma, mamá. Tus regalos son un poco cursis, pero me gusta ser parte de ellos.

—¡No son cursis! —Me defiendo, ignorando el aleteo en mi pecho bastante recurrente desde que dejó de llamarme Lía y pasó a decirme mamá—. Son románticos y significativos.

Rueda los ojos con diversión, mientras abre otro caramelo y me sorprende cuando, en vez de comérselo él, me lo tiende a mí. Yo lo acepto gustosa.

—Según Thiago, mi mejor amigo, romántico es sinónimo de cursi.

Es mi turno de rodar los ojos.

—Tu amigo no sabe lo que dice.

En el primero de los cumpleaños de Zack que celebramos como pareja, le di un portarretrato digital con veinte fotos que van desde nosotros dos, otras junto a Erick y algunas más con el resto de la familia y ocupa un lugar privilegiado en la mesita al lado del televisor. Ese fue mi intento de dejar atrás los dos cuadros que le hice con mis propias manos en los que no faló la purpurina y, aunque amó mi nuevo obsequio y le pedí de todas las formas habidas y por haber que se deshiciera al menos del primero (el más horroroso), no hubo forma humana. Según él, los dos forman parte de su colección de tesoros preciados.

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