El Dia de la Cosecha

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Extendí mi mano soñoliento en busca de mi hermana Hanni, palpando las ásperas sábanas vacías en cambio. Suspiro parpadeando, seguro que ha tenido pesadillas y se ha escapado a la cama de mamá.
Me giro en la cama y allí estaban, las dos acurrucadas tapadas con las mantas de lana vieja y roída, eran las mejores que teníamos y mamá siempre insistía en que me las pudiese yo. Era ella la que nos cuidaba así que por eso se las daba a ella, yo solo cazaba para nosotros.

Hoy era el día de la cosecha, el día en que podíamos salir elegidos como tributos desde que teníamos 14 años. Ayer Hanni había cumplido catorce. Observe el rostro en paz de mi madre, parecía más joven y feliz cuando dormía, las arrugas de preocupación se borraban y sus facciones se volvían aún más dulces de lo que ya eran. El rostro joven de mi hermana era una belleza, tierna y avispada, pero tan dulce que me daban ganas de esconderla del mundo entero para que no la hiciesen daño. Pero eso no era posible, Hanni iba a tener que sufrir, tal vez incluso más por ser mujer. Observándome estaba aquel gato color negro como el carbón, que seguía odiándome.
O por lo menos no confiaba en mi, tal vez todavía se acordaba de cuando trate de ahogarlo cuando Hanni lo trajo a casa, era todo huesos y la barriga llena de lombrices, matarlo era misericordia. Pero se aferró a la vida, y Hanni me prometió que iba a poder sacarlo adelante, y lo hizo, solo tenía seis años pero lo hizo. No podía creer que se siguiese acordando, pero parecía que habíamos llegado a un acuerdo desde que le tiraba las tripas de las presas que cazaba.

Ese parecía ser el trato, muchas tripas y nada de bufidos o arañazos, tampoco es como si me acercase para acariciarlo y tomarlo en brazos como Hanni hacía, pero por lo menos podía pasar a su lado sin que ese infernal sonido saliese de su boca.
Estaba amaneciendo, el resplandor anaranjado bañó mi rostro y me hizo entrecerrar los ojos por la incomodidad, me puse las botas, acomodadas ya a mis pies después de años llevándolas. Eran de papá, y todavía me quedaban un poquito grandes, pero ya me quedan bien. Me visto en silencio y salgo de la habitación, tomó la bolsa de lona y recojo el quesito de cabra que iba a ser el regalo de Hanni para su primer día de cosecha.

Salgo de casa y respiro el aire enrarecido por el humo de las fábricas de carbón, en la parte del Distrito 12 donde vivíamos era la que más saturada estaba de estas. Vivíamos un poco en las afueras podrías decir, mire las casas cerradas a mi alrededor, tal vez mis ojos se detuvieron un poco más en la de los Park, pero me excuse diciendo que era porque les había oído discutir la noche anterior y era la morbosidad de saber que había pasado.

Avanzo a través de los charcos hacia lo que llamábamos La Pradera, que era solo un trozo de bosque que servía para poder esconder la alambrada supuestamente electrificada que delimitaba nuestro distrito de el bosque. Nos contenían también en cuanto el espacio que podíamos tener, nos obligaban a tener que comprar la comida y si no había suficiente dinero como en nuestro caso nos moríamos de hambre.
Todos los días le daba las gracias a mi padre por enseñarme a cazar, a rastrear y lo demás. Nos hubiésemos muerto de hambre, bueno, tal vez no.

Mi mente voló a cuando papá murió, yo tenía 15 años, y no sabía que hacer, era de noche y había salido, lloviendo a mares traté de resguardarme cerca de un roble cerca a mi casa, necesitaba un tiempo para mi. Tenía hambre, todos teníamos. Oí al señor Park gritar algo y el ruido de el cinturón golpeando a alguien, luego salió Jimin yendo a darle a los cerdos el pan que debía haber quemado, cojeaba y se le veía un ojo hinchado.
No debió haberlo hecho, pero cuando nos miramos me tiro un mendrugo de pan, que afortunadamente logré coger al vuelo. Ellos eran panaderos, y se encargaban junto con otras familias de darles de comer a los animales, si su padre se hubiese enterado le hubiese dado una paliza más fuerte. Por eso me escapé lo más rápido que pude, sin siquiera mirarlo.

Me detengo para echar de mi cabeza el recuerdo de la cara de Jimin mirándome con pena y me detengo en frente de a la alambrada, escuchando con avidez pues había veces que si la encendían y no quería aturdirme como la última vez. Estaba callada como una piedra, me eche al suelo detrás de unos arbustos y me metí por debajo de la parte suelta, había sitios más fáciles, pero este estaba cerca de casa y muchas veces eso era lo que más importaba.
En cuanto estoy entre los árboles me acerco al que estaba muerto y saco del arco y el carcaj, junto con las flechas que estaban en otro.

Los juegos del HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora