Ramé: caótico y hermoso al mismo tiempo.

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Parte 1.

Te conocí a los catorce años.

Llegaste a la ciudad porque te mudabas. Estarías en mi clase. Y seríamos amigos. Pero eso no lo supe hasta tres o cuatro meses después.

Me parecías lindo, alguien maduro, y responsable. Responsable más que nada con sus sentimientos, aunque no fueras mucho de expresarlo. Nuestro vínculo no era el más cercano, solo éramos buenos amigos y no mucho más. Y podría haber seguido así hasta que viste mis brazos autolesionados.

Te enojaste y decidiste no hablarme durante la mitad del día. Cómo dolió. Aunque realmente no entendía cuánto afecto me tenías para enojarte así conmigo. Entendí que te hice recordar a alguien que te hizo daño también, supongo que aún no lo habías superado. Y lo siento por eso.

Te escribí las razones del porqué lo hacía.

Me escribiste una pequeña carta en la última hoja del cuaderno. Y me largué a llorar porque me escribiste que era una persona que valía la pena y que por eso me apreciaba. Nadie hasta ese momento me había dicho que valía la pena mi existencia. Fuiste la primera persona. Es como si me hubieras agradecido estar viva, y se sintió lindo. Sentí que pude darme un respiro a mí misma.

No dudé en pararme e ir hasta donde te encontrabas. Estabas jugando con compañeros de nuestra clase al ping pong, cuando llegué a tu lado y te pregunté si te podía abrazar. Dijiste que sí.

Fue el mejor abrazo de mi vida. Me acercaste a ti y me abrazaste fuerte. Tu respiración lenta hizo que dejara de llorar. Te pregunté si estábamos bien, y dijiste que sí. Y qué alivio al alma que me hayas dicho que sí.

Y aunque realmente no entendías las razones del porqué lo hice, me apoyaste. No me dejaste de lado ni te aburriste de mí. Eso suele pasar en la mayoría de los casos conmigo. 

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