4. Raíces.

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Había una vez (sí, un comienzo muy típico, lo sé) un bosque. En él, miles de troncos se alzaban dando lugar a numerosas especies de árboles impresionantes, cada uno mayor que el anterior. Todos lucían robusta corteza, esbeltas ramas, y una cabellera de hojas del más puro verde existente, que se elevaban vertiginosamente, intentando acariciar el cielo. En una esquina del bosque se haya nuestro protagonista: un pequeño cerezo joven al que se le podría confundir con un arbusto. Esa esquina era oscura, solitaria, aislada del exterior. El escenario perfecto para un bosque embrujado. El tronco del arbolito ni siquiera llegaba a los 30 centímetros de grosor. Sus hojas, mustias, rancias, apuntaban tristemente a la tierra, adornada con hierbajos y hormigueros. Estaba solo, casi sin ayuda, a punto de la más aguda depresión.
Día a día, aunque no quisiera admitirlo, en lo más profundo de su decrépito corazón, soñaba con ser como los demás árboles, con crecer hasta los límites de la existencia, conocer el verdadero color del cielo vespertino, lucir la cabellera entre las cabelleras, dar el fruto más sabroso existente, notar el calor del verano, la brisa primaveral, la lluvia del otoño... Ser lo que muchos dicen ser, lo que los demás árboles aparentaban. Soñaba con esa vida ideal.
Con el tiempo, llegó el invierno, y con él las ventiscas. Él, como siempre, seguía estando solo, refugiándose en su mundo perfecto en el que podía mecer sus hojas con el viento. Pero después despertaba, y veía la realidad: todos tenían siempre un robusto tronco a su lado, un ser cercano con el que compartir nutrientes. Él no. Él estaba marginado. Solo por fuera, vacío por dentro. No quería saber nada más de la injusticia que le había tocado vivir. ¿Se lo merecía acaso?
Una noche, cayó sobre el bosque la mayor de las nevadas existentes. La nieve no cesaba, el frío viento era un asesino invisible que arrasaba con todo a su paso. Uno a uno, todos los árboles caían. Todos aquellos que siempre habían tenido las hojas danzando al son de la brisa, que no habían dejado de estar acompañados nunca, todos esos, tirados en el suelo, congelados, asustados frente a la soledad y la agonía de una muerte segura. En cambio, el cerezo aguantaba todas las feroces acometidas de la ventisca como si de cosquillas se tratase. El cerezo aguantó sin ayuda de nadie. A veces los árboles más débiles son los que poseen las mejores raíces. No todo lo que vemos es la totalidad de lo que hay.
Ahora el cerezo debía de resurgir de su oscuro pasado. Ahora tenía que pasar lo más duro de una vida depresiva: conseguir ser feliz. Y, aunque no lo crea, aunque no tenga el clima de su parte, lo conseguirá, aunque tenga que dejar de dar fruto, aunque tenga que perder parte de su corteza. Cueste lo que cueste, llegará a ser feliz.

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⏰ Última actualización: Jun 19, 2015 ⏰

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