Capítulo dos

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MAE

Hacía ya mucho tiempo que las noches dejaron de ser cortas para Mae Blythe. Pues a pesar de que en su lista de tareas siempre encontraba algún trabajo extra que le robaba el poco tiempo que poseía para descansar sus pobres manos, la madrugada en soledad se extendía como una jornada interminable.

Cualquiera pensaría que llegados a la edad en la que se olvidaba la cartera en la despensa con facilidad tendría sus necesidades cubiertas con el apoyo de una mano familiar, pero lo cierto era que, incluso viniendo de una larga estirpe de gente que dedicó su vida a la tierra y que solían ayudarse unos a otros, la única familia que Mae poseía en esos momentos estaba demasiado lejos como para acordarse de ella.

Cuidadosamente, se deshizo del cesto con carretes de hilo que cargaba sobre el regazo y se desperezó para levantarse a apagar la televisión.

Afuera el silencio era absoluto, salvo por la súbita interrupción del canto de los grillos. Adentro, por otro lado, la luz de la cocina estaba encendida en el rincón donde guardaba la máquina de coser y todos los bultos de ropa que las personas del pueblo le dejaban para arreglar.

Un surcido por aquí, un parche por allá... tal pareciera ser como si en aquel sitio nadie quisiese deshacerse de los trapos viejos.

Mae se fijó en el reloj cuco del salón. Marcaba la una y treinta y dos de la madrugada.

Probablemente había caído en un serio estado de duermevela mientras desenredaba los carretes, lo cual no era una tarea sencilla cuando se está extremadamente cansado y la cabeza se le balancea de adelante hacia atrás. El cuerpo a esa edad era traicionero, desprovisto de la vitalidad que alguna vez tuvo, y Mae se dio cuenta temprano de que el suyo estaba cambiando ¡Ya hasta le costaba insertar el hilo en la aguja! Dentro de nada necesitaría alguien que la atendiese en lugar de ser ella quien se dedicara a atender a los demás.

Aunque ¿No decían los suyos que llegar a viejo era un triunfo que denotaba fortaleza? Por supuesto. No por nada el Sabio Adivino permitió que llegara a tal edad haciendo el bien a quienes la necesitaran, incluso cuando estos todavía estuviesen perdidos en los caminos inciertos del destino. Por eso mismo la necesitaban...

O al menos, Mae estaba segura de que su presencia les servía de algo.

A ella le gustaba creer que ese era su propósito luego de haber visto y vivido tanto, enseñar a los demás a ver el lado bueno y siempre el lado bueno. De lo contrario ¿Qué otra cosa más les quedaba? Pues vivir con el corazón atormentado era un verdadero suplicio, y ciertamente no se encontraría la paz dentro de un laberinto cubierto de males. Esa era una de las frases que le gustaba recordarle a Benito a cada rato, muy a pesar de que a él le tuviese sin cuidado cualquier disparate que saliera por su boca.

Si... el pobre de Benedict. No sabía qué la exasperaba más, si lo cabezota que era aquel fósil veterano o su imposibilidad para tomar buenos consejos. Lo cual no tendría por qué impresionarle a esas alturas. Se había acostumbrado tanto a sus rabietas que ya optaba por simplemente escuchar y asentir cuando se le requería. Aún si eso no fuera suficiente para espantar la aflicción de su pecho cada vez que lo veía agachar la cabeza, rendido, como si el peso de lo que sea que lo estuviese atormentando lo fuera destruyendo día a día.

Mae lo comprendía, lo sentía incluso... pero no podía hacer nada. Después de todo, solo era la empleada.

Apenas hizo el ademán de apartar las sábanas de la cama cuando el teléfono empezó a sonar con pitidos repetitivos, tan insistentes que la llevaron hasta el salón dando tumbos con sus chanclas de goma, preguntándose quien demonios estaría tan chiflado para llamar a esas horas.

Lo que perdimos en el camino ©Where stories live. Discover now