6

106 30 7
                                    

Cuando veo el cartel gigante que pone "¡Bienvenida a casa, Sinead Walsh!", lleno de tréboles y corazones, me doy cuenta de que la vuelta va a ser más difícil de tragar de lo que había imaginado.

―Allí está Devlin ―grita Rian, como si yo o el resto de pasajeros estuviéramos ciegos.

Empieza a agitar los brazos y me abandona con el carrito de las maletas. Se adelanta y abraza a mi hermano con el entusiasmo de alguien que ha estado a punto de ahogarse y acaba de agarrar un salvavidas.

―Vuestro reencuentro es de lo más romántico ―me burlo, cuando les alcanzo.

―¡Hermanita! ―Devlin hace todo un espectáculo de levantarme y dar vueltas conmigo en sus brazos. Siento que me mareo y me ahogo, pero temo protestar para que no me deje caer de golpe. Cuando, por fin, se decide a bajarme, la cabeza me da vueltas y me balanceo. Mi hermano mete mi cara en su pecho para estabilizarme―. Anda, has crecido ―dice.

Me separo y frunzo el ceño.

―No digas sandeces, dejé de crecer a los diecisiete y han pasado cinco años desde entonces, Devlin. ¿Por qué tienes que avergonzarme con ese cartel?

―Hace tanto que no vienes que tu llegada es todo un acontecimiento ―protesta, pero no deja de sonreírme como un tonto, lo que me enternece.

―Me alegro de verte. ¿Cómo están todos? ―pregunto.

Devlin empieza a soltar noticias con la desenvoltura de un presentador de programas matinales. Lo estudio y descubro que él también ha cambiado físicamente, está más delgado y fibroso, igual que Rian. Deben seguir la misma dieta.

Mi hermano ha nacido con cara de amargado, las cejas fruncidas constantemente y los labios curvados en una expresión de desdén. Sospecho que por eso es la cabecilla de su grupo de amigos, porque le tienen miedo y porque cada uno de estos procura ganar el premio de ser el que logra sacarle una sonrisa. Ahora, con el corte de pelo casi rapado, su mirada profunda y la delgadez fibrosa, parece incluso más peligroso.

Sin interrumpirle, le cedo el carrito para que lo lleve hasta el aparcamiento y noto que Rian nos analiza con una expresión peculiar. Le echo la culpa al jet lag y al cambio de entorno. Son casi las siete de la mañana y una niebla fría ha descendido sobre Dublín, la hierba está cubierta de escarcha y la humedad cala hasta los huesos. Mi hermano no da señales de sufrir ni el madrugón ni las inclemencias del tiempo y sigue con la charla, empujando el carrito en el que ha añadido el cartel de bienvenida.

Cuando llegamos al coche y después de haber guardado las maletas, Rian se anticipa para llegar a la puerta, con la intención de coger el asiento delantero. Me aclaro la garganta, tan alto como puedo.

Se gira y me mira angelicamente.

―¿Quieres sentarte delante? ―ofrece.

Nunca lo he hecho. En nuestra antigua dinámica siempre me obligaban a sentarme atrás como una ciudadana de segunda. Entonces era la marginada del grupo, pero las cosas han cambiado.

―¿Qué? ―interviene mi hermano―. Sinead estará perfectamente atrás. Seguro que quiere echar una cabezadita y así nosotros nos ponemos al día.

―Voy delante, gracias ―anuncio, complacida.

Entro por la puerta del copiloto antes de que Devlin proteste. Paso la mayor parte del tiempo en silencio, inhalando el aroma del aire que tanto he extrañado, absorbiendo el verde inconfundible de los prados y la inmensidad del cielo. Creo que va a ser un día soleado, aunque es demasiado temprano para afirmarlo y además, en Dublín el pronóstico puede cambiar de un momento a otro. Las cuatro estaciones en un día, se dice aquí.

Fantasias Navideñas por Haimi Snown y Beca AberdeenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora