París, 1870. El conde Drácula estaba sentado en su trono, en el salón principal del palacio de Versalles, que había tomado como su residencia. A su alrededor, se encontraban sus generales y aliados. Todos ellos eran vampiros, como él.
Drácula tenía en sus brazos a un joven francés, que había capturado en una de sus incursiones nocturnas. El joven estaba aterrorizado. Drácula le miraba con una sonrisa maliciosa, mientras le acariciaba el cuello con sus dedos. Besó apasionadamente los labios del chico haciéndole sentir un placer confuso, para luego clavarle los colmillos, y succionar su sangre. Haciendo que se retuersa y se desmaye. Drácula se relamió, y le arrojó al suelo, como un trapo viejo. Los demás vampiros se rieron, y aplaudieron.—Los he convocado aquí para celebrar nuestra victoria —dijo Drácula, con voz grave y seductora —. Aunque los revolucionarios se oponen, hemos sitiado a París. La ciudad está a nuestra merced y seremos los amos de Francia, y de Europa.
Los vampiros vitorearon, y brindaron con copas llenas de sangre.
—Este es el telegrama que inició la guerra —dijo Drácula, mostrando un papel a los vampiros—. Este es el telegrama que cambió el curso de la historia. Pero lo que nadie sabe, es que este telegrama fue escrito por mí.
Los vampiros se quedaron boquiabiertos, y miraron a Drácula con admiración.
—Fui yo quien lo escribió —repitió Drácula—. Fui yo quien se lo envió a Bismarck, haciéndome pasar por un espía prusiano, y le sugirió que lo modificara, para enfurecer a Napoleón, orquesté esta guerra, para debilitar a ambos bandos, y facilitar nuestra conquista. planeé todo esto, desde hace años, desde que me enteré de que en Francia había algo que me pertenecía.
Drácula caminó hacia una gran pintura que colgaba en la pared. Era un retrato de un hombre, de cabello rojo, ojos verdes, y labios carmesí. Era un hombre que había vivido hace siglos, y había sido su esposo, quien se llamaba Carlos.
—Este es Carlos —dijo Drácula, acariciando el lienzo—. El único hombre que he amado, y que he perdido. El único capaz de resistir mi mordida y no convertirse, conservando su alma, siendo capaz de reencarnar.
Drácula se giró hacia los vampiros, y les mostró una fotografía que tenía en su mano. Era un joven, atractivo que vivía en París, y era un periodista revolucionario.
–Y este es Fausto —dijo Drácula, apretando la fotografía—. La reencarnación de Carlos. El hombre que tiene su rostro, su mirada y su corazón.
Los vampiros se quedaron mudos, y miraron a Drácula con sorpresa y temor.
—Nadie, ni humano ni vampiro, se interpondrá entre nosotros. Ni su novio, Miguel. Ni siquiera los revolucionarios, que se han levantado en armas contra nosotros, y que han proclamado la Comuna de París. Todos ellos caerán ante mi poder, y ante mi amor.
Drácula se marchó y fue a su habitación a observar el paisaje parisino. La ciudad ardía por las llamas de los incendios, y se escuchaban los disparos y los gritos de los combatientes. La guerra entre los comuneros y los versalleses estaba llegando a su punto culminante, Drácula sabía que pronto tendría que intervenir, para asegurar su victoria. Pero había algo que le preocupaba más que la guerra.
Drácula había conocido a Fausto hacía unas semanas, cuando lo vio por primera vez en una manifestación de los comuneros. El joven periodista estaba arengando a la multitud con su voz apasionada. Drácula platicó algunas veces con Fausto para expresar admiración por su trabajo.
Pero no todo era felicidad, había alguien que lo acechaba. Era Miguel, el novio de Fausto, un cazador de vampiros, que pertenecía a una antigua orden secreta, que se dedicaba a exterminar a los no-muertos. Miguel era también un revolucionario, que luchaba por la Comuna de París, y que veía en Drácula a un enemigo de la libertad y la igualdad.
El ejército francés, apoyado por los vampiros de Drácula, había aplastado la resistencia de los revolucionarios, y había tomado el control de París.