Hoy he vuelto a tener ganas de llorar, sin la voluntad necesaria para hacerlo. Como de costumbre, solo estaba yo: sabiendo que, incluso si decía que nadie me entendería, lo más probable es que detrás de mi puerta hubiese una docena de personas como yo. Sentí que el desdén y la indiferencia que profeso a mis propios actos y pensamientos, son solo espectáculos efímeros: porque no quiero compasión, pero trazo fragmentos de una silueta triste y deprimida con cada frase. Quizá yo espere morirme en la esquina de algún bar, cuando algún medicamento decida hacer efecto antes de tiempo: dejándome tan sofocada que el mero reflejo de mover una falange haga tiritar mi alma, pero mientras yo describo cada quimérico escenario con la precisión absoluta del conocedor de cada rincón de su mente, sé que el lector querrá llegar al final de la página teniendo la certidumbre de que está solucionado. No habrá heridas, no habrá lágrimas ni santos. Si a ti, que estás leyendo esto, te invité inconscientemente a apiadarte de mí, olvídalo. No soy la clase de persona por la que nadie debería sentirse mal: al contrario.
Quien me conoce sabe que no soy digna de algo real, como una amistad o un beso honesto: de esos que saben a oportunidades, a comienzos y a finales no escritos, que ruegan por comas para prevenir algún que otro punto. Cuando lo tuve lo desperdicié: por falta de tiempo, por ese absurdo egoísmo que me hizo anteponer una copa a las horas de ese amigo, ilusionado por una llamada. Bloquear las ventanas y encenderme el porro con ansía, contando los segundos que pasaban antes de que la habitación se pudriese con la nítida mezcla del hachís y la nicotina. Mirar la pantalla encendida y tensar los dedos, masticando el orgullo hasta atragantarme con él: porque nadie debería sentir satisfacción por estar tan rebosante de, irónicamente, absolutamente nada. Escribí barbaridades en momentos tan cruciales que, años después, aún me duelen los « te quiero. » que constan en mi memoria, firmando con la ausencia de todos aquellos que recibieron silencio cuando se los debí.
Creo que mi mayor castigo es ser yo, es ser esa persona que podría oír sin tartamudear tu opinión sobre una supuesta hipocresía para, cínicamente, responderte después un tranquilo y presuroso « No tiene nada que ver. » Porque hay cosas en la vida que son incompatibles, incluso cuando van de la mano: hasta cuando encuentras semejanzas sin mirarlo más de unos instantes. Porque, por ejemplo, amo la vida: aunque cada párrafo señale justo lo contrario, porque admito su valor, aunque fantaseo con perderla: porque te hablo de mi final, como si estuviese preparada, pero lagrimeo cada vez que sopeso sobre el final. Definitivamente, no soy la persona que alguien podría esperar: porque ni siquiera me importan las palabras del resto. ¿Qué dirán de mí tras mi muerte?, ¿Se atreverán a hablar mal de mí o simplemente se inclinarán por el lado adverso de la balanza? En realidad, no es importante. Me conformo con ser una sombra del pasado, uno de esos fantasmas que te acechan y te susurran con gélido aliento, recordándote que algún día vivieron. Quiero existir, aún cuando mi cuerpo no sea más que fertilizante en el banquete de nauseabundos gusanos. Todo lo que importa es la vida.
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Memorias de un gato triste.
Non-FictionEspero que el día que me suicide, tú encuentres esto.