"A veces la vida se ensaña con nosotros y creemos que somos los seres más desdichados del mundo. Después levantas la cabeza y te das cuenta de que aún te quedan fuerzas para seguir luchando"
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Lee Felix, el omega que alguna vez fue la estrella de su universidad, ahora se encontraba al borde del abismo, literalmente. Su vida había cambiado de manera tan drástica que apenas podía reconocerse. Había pasado de ser el centro de atención, adorado por su belleza angelical y su carisma, a un alma rota, consumida por el dolor y la culpa.
Felix había perdido todo cuando el apocalipsis comenzó. Sus padres, las personas que más amaba, murieron de la manera más desgarradora que uno pudiera imaginar. No se los llevó una enfermedad ni una muerte tranquila en sus camas; no. Se sacrificaron por él. Lo salvaron de un grupo de zombies cuando el caos apenas comenzaba, y Felix fue obligado a presenciar cómo aquellos monstruos los devoraban vivos. Sus gritos y los sonidos de la carne desgarrándose aún lo perseguían en cada pesadilla, incluso después de tantos meses.
Desde entonces, una pesada culpa lo consumía. "Es mi culpa", se repetía todos los días. Cada vez que cerraba los ojos, la escena volvía a su mente con una claridad brutal. Su depresión se hizo tan profunda que empezó a desear que el destino le hubiera dado la oportunidad de cambiar lugares con ellos. Quería morir. No como una fantasía, sino como un anhelo ardiente.
Su primer intento de acabar con todo había sido casi patético en su ejecución. Con una cuerda vieja que encontró en un almacén abandonado, intentó ahorcarse en el techo del refugio donde se encontraba. Hizo el nudo con manos temblorosas y con una torpeza desesperada, se subió a una silla. Cerró los ojos, dejó escapar un suspiro de alivio, y saltó. Pero el nudo mal hecho se desató al instante, y Felix cayó al suelo con un fuerte golpe que le dejó moretones por todo el cuerpo.
El segundo intento lo planeó con más precisión. Encontró la pistola de su padre, que había quedado como un recuerdo macabro en la mochila que siempre cargaba. Se la llevó al pecho, apuntando directo a su corazón. Cerró los ojos y apretó el gatillo. Nada. Solo un clic vacío. La pistola no tenía balas, y Felix sintió una mezcla de frustración y alivio que lo hizo llorar durante horas.
La tercera vez se llenó de una determinación oscura. Decidió prenderse fuego. Encontró un encendedor y combustible en una gasolinera abandonada. Rociándose con el líquido, se sentó en el suelo, listo para acabar con todo. Sin embargo, el encendedor no funcionó. Intentó una y otra vez, pero la chispa nunca prendió. Lo que parecía ser un destino inevitable siempre encontraba la forma de eludirlo.
Ahora, parado al borde del edificio, Felix estaba seguro de que esta vez no fallaría. El edificio no era especialmente alto, pero lo suficiente como para garantizar que la caída sería fatal. A unos quince metros de altura, si no moría al impactar contra el suelo, los zombies que deambulaban cerca se encargarían de terminar el trabajo.
El frío viento nocturno acariciaba su rostro, moviendo los mechones de su cabello rubio de un lado a otro. Miró hacia el vacío, observando las calles destrozadas, los vehículos abandonados, y el mundo que había dejado de ser un lugar seguro. Era un escenario desolador, pero para Felix, era más un alivio que un miedo. Su mirada vacía no mostraba rastro de la chispa de vida que alguna vez lo definió.