CAPÍTULO 23

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Cuando murió mi madre, fue como si mi padre también lo hubiera hecho. Estaba muerto en vida. Ya no era el mismo, toda su vitalidad había muerto y sido enterrada allí en el cementerio, permanecía guardada en el cajón, junto al cadáver de su esposa.

Noté como, con el trascurso de los días, los cuales se convirtieron en semanas, él comenzó a cambiar. Su última sonrisa había sido la que le obsequió a mi madre antes de que saliera por la puerta rumbo al accidente. Su boca no había vuelto a curvarse, a no ser que sea en dirección contraria. Su buen estilo había desaparecido, no se preocupaba en vestirse bien y no se afeitaba.

—¿Por qué lo haría?, Diana ya no puede verme... —Fue su respuesta ante mi intento preocupado de extenderle una mano, mano para sacarlo del pozo en el que, evidentemente, estaba cayendo.

Me angustió escuchar su voz cargada de desesperanza, su voz en un matiz gélido, similar al frío invernal de la muerte.

Los días pasaron, y mi padre pareció morir un poco más. La ausencia de mi mamá lo consumía cual tormenta implacable que arrasa con todo a su paso. Sus ojos, una vez llenos de vida, se habían convertido en ventanas vacías hacia un alma martirizada, en constante dolor. La casa que solía ser nuestro refugio se transformó en un laberinto de recuerdos dolorosos. No importaba a dónde guiara mi vista, siempre había allí algo que despertaba alguna imagen triste: una foto, la bufanda que mi madre olvidó sobre el respaldo de la silla, un estante repleto de libros que solía releer sin cansancio. Incluso la ventana que daba al exterior era una pantalla al pasado, ver los girasoles, antes brillantes y coloridos, secándose lentamente, perdiendo vibrante color, era otro puñal al corazón.

Una noche, una más fría que de costumbre, me despertó el sonido que produjo la ventana al abrirse de repente. El viento helado la había empujado sin dificultad, ya que la noche anterior olvidé colocar el cerrojo. Miré al exterior y vi los girasoles con una leve capa de hielo matutino. Brillaban los pequeños fragmentos reflectando la luz de la luna. Un nudo se formó en mi garganta, a la mañana siguiente, cuando los encontré todos muertos. Los mató la noche helada que descendió sobre ellos cual manto segador. Ese día mi padre lloró frente a los girasoles. Yo sostuve la mano de Aquiles y le impedí salir para interrumpirlo. Luego de que se quejara entre dientes, volvió a la sala y se concentró en el televisor. Yo también quise volver, dejar a mi padre solo, permitirle desahogarse en la privacidad, pero al escuchar su voz quebrada me petrifiqué y, aunque no quise, escuché desde el porche sus palabras:

—Ah, Diana, amor mío. ¿Por qué me dejaste solo? No, solo no... —dijo mirando una de las flores quemadas por el frío—. Aún me queda nuestra hermosa hija y nuestro pequeño Aquiles. —Lo escuché reírse de manera algo poco cuerda, como si su propia situación lo enajenara. —Todavía soy fiel a tu último deseo, pero es tan difícil. Sigo aquí por nuestros hijos..., es por ellos que debo ser fuerte, sino, ya me hubiera cortado la garganta para ir allí contigo. Supongo que nuestro reencuentro tendrá que esperar por ahora. Espero ser lo suficientemente paciente como para soportar la espera, y suficientemente fuerte para convivir con tu ausencia. Ah... y lo peor, es que sé que no lo soy.

Y no lo era, pero yo lo veía hacer lo mejor que podía.

Una melodía ochentera me despertó. Alguien se removió a mi lado. Era Aquiles, no había querido volver a dormir solo a su habitación desde el funeral de mamá. Volví a cerrar los ojos, esperando que el dueño del teléfono se hiciera cargo de la llamada. Me negaba a levantarme después de que me costó tanto conciliar el sueño; las pesadillas y los deseos apremiantes de hundirme en un llanto interminable no me dejaban dormir adecuadamente. Pero no podía darme el lujo de dejarme vencer por el insomnio ni por el llanto. Con mi pequeño hermano extrañando a cada segundo a su madre y con mi padre al borde del colapso, debía haber, por lo menos, una persona sana mentalmente en casa.

Apreté los ojos y maldije esa canción de The Police. ¿Acaso era eterna?

A regañadientes me arrastré hasta el borde de la cama, procurando no despertar a Aquiles. Me coloqué las pantuflas y salí de mi habitación con suma pereza. Luego de rebuscar y revolver entre las cosas de la cocina, por fin encontré el aparato debajo de una pila de documentos del trabajo de mi padre. Hace unos meses nunca se me hubiera ocurrido atender una llamada del trabajo de mi padre, pero ahora era el pan de cada día.

—Buenos días...

—¿Hablo al celular de Marcus Coop?

—Sí, soy la hija...

—Jaseth, necesito hablar con tu padre de inmediato. Los planos que nos prometió tenían que estar aquí hace días. —Presioné los labios cuando la voz del otro lado me interrumpió bruscamente. —El plazo está a punto de cumplirse y no podemos esperarlo más.

—Lo siento mucho, Sr. Johnson. Mi padre... está pasando por un momento muy difícil en este momento.

—Lo entiendo, pero ya lo he esperado bastante. Esto es un negocio y no puedo permitir más retrasos en la entrega de esos planos.

Un nudo se atoró en mi garganta. Me costó volver a vocalizar, pero resistiendo las imperantes ganas de hundirme en el llanto y la miseria, volví a responderle:

—Entiendo, Sr. Johnson, pero por favor, comprenda que mi madre falleció recientemente, y mi padre está lidiando con una profunda depresión. Ha estado devastado por la pérdida.

La respuesta del jefe de mi padre no se hizo esperar:

—Lamento escuchar eso, pero no es mi problema. Necesito esos planos para el proyecto en curso. Si no los tenemos pronto, podría perderse un contrato importante.

—Entiendo la importancia del proyecto, Sr. Johnson, pero mi padre ha estado trabajando en esos planos y prometo que tan pronto como pueda, los entregará —mentí, no había visto a mi padre trabajar desde aquel accidente.

—Jaseth, este proyecto es crucial para la empresa. Si tu padre no cumple con su trabajo, lamentablemente tendré que considerar otras opciones. No puedo permitir más demoras.

—Por favor, señor, le ruego que le dé a mi padre un poco más de tiempo. Prometo que hablaré con él y haremos lo posible para llegar a tiempo con la entrega de los planos.

—Está bien, Jaseth. Pero necesito que tu padre me llame hoy mismo para darme una fecha concreta para la entrega de esos planos. No podemos esperar indefinidamente.

—Gracias, Sr. Johnson. Se lo haré saber a mi padre y le aseguro que nos pondremos en contacto con usted hoy mismo.

El hombre del otro lado cortó la llamada de inmediato, sin siquiera una despedida por cordialidad. Mis labios temblaron incontrolables, era una amenaza implícita a la antesala del llanto. Parpadeé varias veces, intentando contener las lágrimas que comenzaban a acumularse en mis ojos. Suspiré hondamente hasta que logré recuperar el control de mí misma y abortar el inminente llanto.

Caminé hasta el pasillo con algo de dificultad, pues sentía el cuerpo tensionado. Al llegar a la puerta de mi padre, toqué dos veces sobre la madera y esperé. Nada. Silencio absoluto. Mi voz tembló cuando volví a llamar, esta vez con más fuerza:

—Papá, soy yo. ¿Puedo pasar?

Esperé una respuesta que nunca llegó. La inquietud comenzó a carcomerme el alma, al mismo tiempo que una sensación fría se instaló en mi cuerpo. ¿Por qué no me contestaba? ¿Debía abrir la puerta? Mis manos se acercaron al picaporte, pero una duda persistente de encontrarme con algo que no quería ver me detuvo. Finalmente, me armé de valor y giré el picaporte. La puerta chirrió al develar su interior. 

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