Capítulo uno: Hammerheart

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Gerard Svartoburstisson alzó su hacha de guerra para terminar de una buena vez con su enemigo.

El azteca balbuceaba, apenas pronunciando un par de palabras. Sin embargo, de su boca salía sangre. Lo miró con sus ojos dorados, que tenía sus pupilas totalmente dilatadas de mucho dolor. Gerard iba a darle el golpe de gracia, pero lo retuvo la mirada perdida del aborigen.

En su mirada gritaba las ganas de vivir. El azteca hacía su mejor esfuerzo para hablar, manteniendo contacto visual con el muchacho a través de sus ojos borrosos.

—Déjame... vivir.

Su voz estaba seca y ahogada. La sangre acumulada en su garganta y en su lengua le impedía articular correctamente. Además, el extranjero hablaba en su propio idioma.

El vikingo seguía teniendo el hacha en el aire. El filo de la hoja metálica brillaba con mucha intensidad. Gerard estaba dudando por completo si dejarlo con vida o no en medio del campo de batalla. A lo lejos se oía el retumbar de los olifantes y el silbido de muchas flechas que surcaban por los cielos. La zona en donde transcurría la hecatombe era húmeda, y del rostro del vikingo caían un par de gotas de sudor ya que estaba recibiendo el golpe de calor húmedo.

Sus brazos y sus piernas musculosas empezaron a temblar. Gerard siguió mirando a la víctima quien estaba tirada en el suelo verdoso con mucha incertidumbre, pensando si liberar o no la tensión que se estaba generando en sus propias manos. Por mucho que la guerra ya estaba establecida en combatir por sus riquezas, Gerard sintió algo de compasión por el extraño. Más allá de su mirada, veía todo un inocente pueblo que con una simple decisión los salvaría de vivir por un tiempo más y disfrutar la naturaleza de sus tierras. Los grandes colgantes de sus orejas que se hallaban en él reflejaron el rostro congestionado del joven vikingo quien debatía acerca de la vida o la muerte.

El muchacho salió de todo ese dilema mental cuando otro de sus compañeros, Drew Tryggvason, se acercó corriendo con desesperación.

—¡¿Qué crees que estás haciendo, Gerard?!

Gerard se volteó a ver a su compañero quien estaba totalmente furioso. Este se detuvo a su lado y vio al azteca moribundo en el suelo.

Drew, de un ataque de ira, empezó a pisotear el rostro del aborigen hasta desfigurarlo por completo. El sonido crujiente de su cráneo retumbó por toda la zona, aún más para los oídos de Gerard.

—¡Lo hubieras matado por completo! —Drew se dirigió ante él— ¿En qué andas pensando? ¡Espabila! Hay que terminar con esto de una buena vez.

Su compañero soltó una mueca de disgusto, chasqueando sus propios dientes. En un santiamén se dirigió hacia la selva que los esperaba ambos enfrente de ellos. Finalmente, Drew desapareció entre los arbustos.

Gerard adelantó pasos para continuar el camino de su compañero pero otra vez miró el cuerpo del azteca, que yacía muerto por completo. Veía su rostro totalmente desfigurado y las joyas de adorno que tenía por toda su cabeza manchada de su propia sangre. La espalda estaba tensionada por completo, marcándose su columna vertebral. Del resto, veía sus pequeñas heridas y arrugas que tuvo a lo largo del combate.

A Gerard se le escapó un suspiro triste. No podía aguantar del todo la muerte de un extraño. Se le hizo un nudo en el estómago cuando su mente rebobinaba en el momento en que su compañero pisoteaba su pobre cara, deseando si lo hubiera detenido en ese momento. Pero no, no había forma de detenerlo. La orden vikinga pesaba mucho en él. Aún más, creía que su pobre alma no iba a ascender al Valhalla para ser un guerrero digno pues, el azteca no era bienvenido allí.

Sin mucho remordimiento, Gerard saltó hacia la selva para reunirse con los demás guerreros.

Frente a lo que sería una ciudad con una enorme pirámide gris se hallaban muchos guerreros vikingos. Debido a las propiedades climatológicas del lugar, varios iban sin ropa que les cubra su torso fornido y lleno de tatuajes.

Gerard arribó al lugar, viendo como estaba completamente plagado de sus compañeros. Varios asaltaban las casas que se encontraban ahí, sacando un montón de materiales, entre ellos maíz y obsidiana, y golpeando a todos los aztecas que se entrometen. A lo lejos, en el largo camino que estaba marcado, se dirigían hacia una reunión muy importante pues de lejos se oían los gritos guturales de cada uno de los vikingos que estaban allí presente.

—¡Hombres de Tyr! —Una gran voz masculina se encontraba alzada en frente de todos los hombres.

Adelante de todo el cúmulo de vikingos con el pecho al aire, se podía ver a un hombre grande, de cabeza redonda y un peinado corto y particular de color castaño, con una pequeña melena que se asomaba detrás de su cuello.

—¡Yo, Torsten Vikernes, hijo de Svartbrand, por Tyr y por todos los Aesir que nos ven desde el Asgard, declaro esta ciudad como nuestra! —Largaba gotas de saliva de su boca, haciendo mucha fuerza en su voz gutural y rasposa— ¡Y por Beornhard, quien está en el Valhalla! ¡Viva!

Todos lanzaron un último grito de gloria al unísono. El hombre que declaraba la posesión de estas tierras, llamado Torsten, alzó su hacha de guerra y lo apuntó a otro hombre quien tenía a su lado. Este hombre resultaba ser el cacique de la ciudad, ya derrotado por completo, arrodillado y con las manos apoyadas en el suelo. No se podía ver su rostro más que la máscara que portaba en su cabeza, donde se desprendían muchas plumas de colores que tornaban del rojo y naranja hasta un verde aguamarina y un azul oscuro. Torsten, ya decidido, irguió sus piernas y bajó el hacha con furia cortando la cabeza del líder azteca.

La cabeza cayó chocando contra el suelo, no muy alto donde se encontraba su cadáver que estaba encima de una superficie. Varias plumas de esos colores excéntricos se despegaron de su casco. El resto del cuerpo del líder azteca cayó desplomado, con un brazo fuera abrazando el borde de la superficie, y de su cuello decapitado brotó una cascada de sangre roja que manchaba la pared.

Gerard llegó último cuando sucedió la masacre hecha por el guerrero Torsten. No podía ver con claridad qué estaba sucediendo a lo lejos, tan solo podía notar la figura de uno de los guerreros más calificados que tenía en su tropa de las tantas que habían.

—¡Oye, goloso! —y reapareció Drew— ¿No lo viste? Torsten declaró la ciudad como nuestra, ¡si que estamos orgullosos de ser vikingos! —Él se regocijaba con mucha alegría.

Gerard esbozó una pequeña sonrisa improvisada.

—¿Qué clase de tesoros nos esperan para nuestro legado? —y Gerard preguntó, bastante intrigado.

—He oído que gran parte de nuestros compañeros se llevaron todas las piedras —su compañero respondió—. Si no me acuerdo mal del nombre, era...

—¿Te refieres a la "grœnnstein" que tanto buscaban? —Gerard se estaba refiriendo al jade.

—¡Sí, esa! —Drew asintió— Con esas piedras nos volveremos ricos.

El pelotón vikingo empezó a apropiarse de cada esquina de la ciudad extranjera, así como empezaron a tomar en posesión a sus habitantes como sus esclavos. Gran parte venía y volvía de sus barcos mientras que otros armaban pequeños grupos para festejar la conquista con hidromiel exportada y un par de ofrendas a su dios favorito.

Gerard volvió con su compañero Drew para reunirse con sus demás compañeros. Si bien por fuera se mostraba feliz y contento por el sentimiento de patria que compartían entre todos, por dentro la culpa y la piedad lo castigaban a más no poder, y él deseaba que este tipo de masacres no hubieran ocurrido. Es más, nada de esto pasaría si él hubiera dado la mano a aquél azteca con quien estaba batallando arduamente bajo los rayos del sol. Probablemente, si lo hubiera rescatado, no vería al aclamado guerrero vikingo cortar la raíz donde prospera la vida inocente de aquellos que reposan en el corazón de la selva.

Acto seguido, Gerard se embriagó con mucha hidromiel hasta dormir.

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