7 de diciembre (Parte IV)

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Era muy difícil saber en lo que pensaba Perseo, porque cada momento que pasaba a su lado, cambiaba. Pero también me estaba dando cuenta de que, cada minuto que pasaba con él, me gustaba más y más.

—¿Te puedo preguntar yo ahora algo? —dijo él, con la mirada fija en el paisaje nevado que se veía por la ventanilla.

—Claro.

—¿Qué habría pasado anoche si no hubiera aparecido mi hermano?

—Eh... —La pregunta me pilló totalmente por sorpresa —. Pues... ¿realmente tengo que explicártelo?

—No. Realmente no. Olvídalo.

—¿Es que quieres repetirlo? —y se puso rojo de vergüenza al momento.

—¡Qué dices! —bramó.

—No te pongas tan a la defensiva, que no pasa nada —y, para calmar la situación, me atreví a acariciarle el muslo con suavidad. Perseo parecía debatirse entre dejarme tocarle, o quitarme la mano de su pierna.

—Me tienes bastante desconcertado, la verdad —le confesé.

—Yo también lo estoy. Hacía... mucho que no me pasaba esto —admitió mientras el coche tomaba una curva a la izquierda y llegábamos al hostal.

Para nuestra sorpresa, Gabriel estaba esperándonos en la entrada. Como siempre, tumbado sobre el capó de su coche, tomando el sol que llegaba desde un cielo azul increíble. Al verle, recordé lo que me había dicho Clara esa mañana. ¿Realmente le gustaba también a Gabriel? ¿O era una especie de juego retorcido el que estaban teniendo los dos hermanos?

—Ya era hora de que llegarais. Me estoy muriendo de hambre —protestó y bajó del coche, con mucho más cuidado que la última vez.

—¿Qué haces aquí? —dijo Perseo, molesto.

—Recuerdas que, en los últimos años, el abuelo vivió en la casa de Barcelona, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y si allí hay más pistas? Primero, sobre la veracidad de la historia de Abi... Y segundo, quizá encuentres ese vinilo que tanto buscabas anoche.

—Eso ya no es problema —señaló Perseo.

—Pero no es mala idea —añadí —. Es verdad que puede que allí encontremos algo.

—Gracias, hoyuelos —y me guiñó un ojo, sonrojándome al instante —. ¿Qué me dices? ¿Os venís a Barcelona?

—Pero cuándo. ¿Ahora?

—Sí, claro. ¿Tienes algo mejor que hacer?

¡Claro que sí! Ayudar a mi padre con la gran cena de esa noche. No podía largarme y dejarle tirado. No cuando más me necesitaba. Pero Perseo sí que parecía estar considerándolo seriamente.

—Yo no puedo irme así sin más —me defendí, agobiado.

—Una lástima. ¿Un viaje contigo? Habría sido maravilloso. —Gabriel no podía parar de ligar continuamente.

—Yo sí voy.

Los dos miramos a Perseo.

—No te fías de que vaya yo solo, ¿no? —preguntó su hermano, juguetón.

—No. Andando.

Gabriel se encogió de hombros y entró en su coche mientras Perseo volvía sobre sus pasos para acercarse a mí.

—Te contaré cualquier cosa que encontremos. Puedes confiar en mí —y, tras meterse el dedo en la boca como siempre, sacó su anillo, cogió mi mano y lo puso sobre mi palma —. No lo pierdas.

Un secreto navideñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora