Cuento: ¡Víctimas y culpables!

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I

Corría el año 2023, allá por un país donde de precisar el nombre, volvería a ser culpable.

Solo un pequeño haz de fe iluminaba las esperanzas de los que, de cualquier forma, sufrían los estragos de aquel año.

La situación había comenzado a empeorar desde que, en 2018, hubo un cambio de presidente del que solo la alta directiva tenía noción. Y, posteriormente, en 2020, a raíz de aquella pandemia imposible de nombrar por los escalofríos que me produce, cerraría lo que fue en un época de contratiempos mi hermosa isla.

La alta tasa de precios, la pérdida de productos importantes y la desfachatez de los dirigentes hacían del vivir en este pueblo una prueba más de supervivencia.

Y sí, aquí estoy yo, después de años, desde la cárcel, redactando estas líneas. Cumpliendo condena por un delito del que me confieso culpable, pero no solo yo, sino también todos, todos esos...

En mi casa, donde solo vivía con mi madre, nos manteníamos con dos mil y unos pocos pesos que ganaba en su trabajo de cocinera; pero ¿qué era eso, cuando cualquier tipo de producto alimenticio cómo el arroz costaba por encima de los quinientos. Había tenido que abandonar mis estudios en la Universidad por lo mismo, por la escasez de medios.

En ningún trabajo del estado se me permitía estar, no tenía título universitario y el de Bachiller, me servía un comino. Solo podía arañar unos pesos en quioscos particulares, pero no duraba mucho más de un mes porque no soportaba las reglas del dueño, algo parecidas a las del presidente.

En última instancia, tuve que optar por ayudar a mi madre en su trabajo, ya la edad no le permitía mucho esfuerzo y no lo podía perder. Así pasó más de seis meses, viviendo solo de ese dinero, lo que trajo consigo, días en los que no teníamos para comer nada más que un boniato o un poco de arroz.

Recuerdo que un día me antojé de una pizza, pero contaba en el bolsillo con menos de treinta pesos. Y fue a partir de ahí, donde comenzó todo...

Pasé días y días pensando, reconociendo que era una locura, ¿pero qué más podía hacer? O actuaba, o me suicidaba ante tanta miseria, y la vida, principalmente la mía, valía más que todo el dinero del mundo.

Había oído hablar de las debilidades de lo que estaba a punto de hacer, y ya había hecho algo parecido, pero en circunstancias diferentes, lo quería decir, que valor no me faltaba.

Así fui preparando todo, buscando lo necesario, marcando territorios y planeando una buena excusa para decirle a mi madre.

Finalmente, encontré una. Le dije que había buscado trabajo en una vega, velando por ella en las noches. Se alegró, y así llegó el día en que supuestamente iba a hacer mi primera guardia.

II

Todo estaba claro: Matar un caballo en el menos tiempo posible. Una parte sería para la casa, y la otra, mi madre nunca la vería... Esa sería para vender o cambiar por otro tipo de alimento.

¿Y para qué hablar de ese instante? Nunca me sentí tan nervioso, pero tampoco tan decidido... En vez de mi subconsciente aclararme que no debía hacerlo, decía todo lo contrario, me incitaba a realizar el acto. Y en ese momento supe que ya estaba perdiendo la cordura como Don Quijote: asumiendo mi realidad; solo yo era consiente de la alucinación en la que me estaba metiendo... No lo podía creer.

No fui tan rápido como quise, pero me defendió lo apartado que estaba ese lugar del caserío más cercano, y en unas horas, ese pobre animal ya estaba dentro de un maletín.

Dejé en mi casa la necesaria para al menos un mes, y la restante, que fue escondida, luego la intercambié y vendí en un poblado alejado del mío... El resultado de todo eso, fue llevado a casa también..., día tras día, llegando a pasar hasta tres meses.

Mi madre me preguntaba de dónde salía todo, y le decía que eran regalos del dueño por mi buen trabajo, más el pago que me pertenecía.

Los caballos comenzaron a escacear, y los pocos que fueron quedando, eran bien asegurados por los dueños, lo que me llevó a ser más práctico, al punto de entrar en los patios de las casas y sacar de ahí los animales.

Las quejas sobre ese delito fueron creciendo, pero nada me detenía, sumándose a la lista chivos, carneros, gallinas... Todo cuanto se pudiera comer.

Para ese tiempo en la casa había buena economía, no faltaba la comida a la hora de cenar y el dinero dejó de ser un factor preocupante. Podíamos complacernos en la mayoría de los gustos. Mi madre ya no hallaba elogio para referirse a mi “trabajo”. Era increíble como se prosperaba con el delito. Y de ahí, comprendí demasiadas cosas.

Cada vez más aumentaban las quejas, y algunas miradas, comenzaron a apuntar sobre mí —la prosperidad de los pobres siempre va a molestar a los demás pobres que se someten a los trabajos ascosos del gobierno que los hace pobres—, más, ya no me importaba nada, ni le temía a nada.

III

Toda historia tiene su fin, y la mía, no sería la excepción, aunque acepto que caí en la trampa...

Esa noche, todo conspiraba en mi contra, incluso hasta la naturaleza: no había luna, pero de una forma u otra, tenía que sacrificar. Y aquel animal, para como estaban las cosas por aquel entonces, estaba muy a la vista, demasiado fácil...

Me dejé llevar por la idea de que, aún quedaba algún idiota en este pueblo, y fallé..., fallé en grande, como mismo fallan todos los presidentes a la hora de ponerse las bolas en las manos y actuar.

Tan solo a dos metros de el animal, fui encandilado por una linterna directa a mis ojos, y acto seguido, rodeado de seis policías, pero, lo que más me llamó la atención fue que, de detrás de ellos apareció Ernesto, apodado «El lengua», por lo grande que la tenía. El hombre más miseriento de todo el pueblo, al que el gobierno no le daba ni gota de pena, era un «chivato» más de la sociedad.

—Sabía que podías ser tú. —dijo con cierto orgullo, como satisfecho por su trabajo, mientras los policías me esposaban.

—¡Muerto de hambre! —fue todo lo que le grité, y para mí, bastó.

Amanecí al día siguiente encerrado en una celda que parecía más bien una pocilga.

Pensaba en la situación de mi madre en ese momento, luego de recibir la noticia, pero eso, era una tema a tratar con ella en otro momento.

Luego de algunas horas fui conducido a un pequeño local, donde hacía una calor espantosa. Llegué a pensar que tenía como objetivo asfixiar a los acusados para que hablaran. Creanme, era del carajo.

El policía que me interogaba en unos segundos, hizo tantas preguntas enredadas, que si tuviese la voluntad de pedirle que las respondiera él, ni él mismo supiese de que hablar. Descubrí una incógnita: era medio analfabeto como los demás de su especie.

Pero yo, ya sabía lo que tenía que decir, y sin sin dar rodeos, comencé a hablar, mirando directo a sus ojos.

—Sí, me confieso culpable. Pero ¿sabe cuál es el problema aquí? Que ven mis delitos, pero no ven los que cometen ustedes día a día, teniendo al pueblo en tan malas condiciones, sin dar una respuesta acertada. Que mi delito, es tan culpa mía como de los jefes que controlan el país, porque de no haber tanta necesidad, yo no hubiese cometido tales delitos, y los pongo de ejemplo, a todos ustedes los policías... ¿Cuál es su labor al hacer todo esto? Si cuando salgan de aquí, tal vez no tienen ni en que moverse para sus casas, ni deben tener comida en su plato, ni tranquilidad para dormir por los apagones a los que nos someten... —pienso por unos segundos y caigo en la cuenta de que, por más que hable, no le importará lo que yo diga, pero cierro mi opinión quitándome todo el peso de encima.— ¿Sabe qué, oficial? En este acto, ¡todos somos víctimas y culpables!

¿Fin?

Cinco poemas abatidos y un cuento culpable Donde viven las historias. Descúbrelo ahora