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Una mañana, como de costumbre, los estudiantes cruzaban la calle para llegar al instituto. Los autos les daban paso en el cruce peatonal. Todo parecía perfecto a medias. Demasiado monótono. Caminar, hablar, caminar, hablar. Era molesto que todos hicieran lo mismo. Ninguno llegaba tarde, incluso los de menor rendimiento parecían una copia del resto. Los uniformes también eran aburridos. Para las chicas, una falda negra con ligeros pliegues y una blusa blanca de manga corta. En invierno, un saco a juego con la falda. Para los chicos, era un pantalón negro y una camisa blanca. Con el saco, no se diferenciaban de las chicas. Los zapatos también eran negros. No había ninguno que no llevara una mochila. Todos llevaban la misma. Parecía que no había más tiendas en la ciudad. Todos compraban lo mismo. Nada de accesorios coloridos. Nada para hacerlos únicos.

Extrañamente, esa mañana, sí pasó algo que llamó la atención. Una chica llevaba el saco escolar en verano. Solo ella lo llevaba, lo cual la hacía resaltar. Evitaba las miradas confusas de los demás. Su cabello negro se movía un poco con cada paso. Un flequillo le cubría la frente. Sus ojos, humedecidos, hacían que sus iris azul marino brillaran ligeramente. Sus labios estaban a punto de sangrar de tanto morderlos. A paso apresurado, llegó a su solitario y frío salón. Fue directamente hacia el pizarrón, llorando a mares. Acercó sus pequeñas manos a él. Sus manos, llenas de marcas de mordeduras humanas, algunas con manchas de sangre. Comenzó a hacer rasguños sobre el pizarrón. Las marcas se hacían visibles allí donde sus uñas pasaban. Nadie entraba al salón, nadie la ayudaba. Todo estaba en silencio, salvo el molesto sonido de los rasguños.

— Silencio, por favor —pedía entre sollozos lastimeros, su voz cargada de dolor y angustia—. Duele, duele mucho. ¡Silencio!

Ese último grito, si hubiera sabido que era el último de su vida, tal vez habría dicho otra cosa. Las voces se detuvieron, pero solo una le susurró al oído. Ese susurro solo lo escuchó esa pobre estudiante. Sin previo aviso, de sus oídos comenzó a brotar un líquido viscoso. Parecía sangre, pero su olor tan nauseabundo solo podría asociarse a un cuerpo en descomposición. Ella comenzó a gritar, pero nadie la escuchaba. Lloraba, pero sus lágrimas no eran más que ese líquido desconocido. Sus uñas, ya lastimadas, se desprendieron de sus dedos como si alguien las estuviera tirando. El líquido comenzó a brotar también de esa zona, como si de verdad fuera sangre. A estas alturas, no se sabe si fue el miedo o el olor, pero entró en convulsión. Sentía que se ahogaba, hasta que sus pulmones no lo soportaron y colapsaron en el proceso. Se dice que el líquido la ahogó, pero al revisarla, no tenía nada en el cuerpo. Lo peor del caso es que los doctores aseguran que murió de un infarto. Una chica sana, sin ninguna enfermedad, con toda una vida por delante. ¿Por qué ella?

No era la primera vez que pasaba eso. Muchos morían por esos extraños infartos, como si se tratara de una epidemia. Solo Takumi Miyamoto tuvo la brillante idea de escribir los síntomas antes de la tragedia. Sin embargo, no fueron creíbles, ya que no se encontró nada parecido en la autopsia. Los síntomas comenzaban con un dolor de cabeza que duraba hasta cinco días, sin que ninguna pastilla le hiciera efecto. Luego de cinco o seis días, los oídos le comenzaron a doler. Escuchaba un sonido molesto, pero no era posible asociarlo con algo existente. Después de tres días, comenzó a escuchar voces. Al principio eran susurros, ininteligibles. Después de unas horas se convirtieron en gritos. Eran gritos desgarradores, pidiendo desesperadamente ayuda. No podía identificar si era la voz de una mujer o un hombre. La voz, se multiplicaba. Eran demasiados gritos. Ya no podía más. Les preguntó que podía hacer para ayudarlos. Estos les respondieron al unísono: Haz un ruido más molesto que el nuestro.

Takumi, ya cansado y sin ánimos de escribir, comenzó a grabar su voz. Tenía la esperanza de que eso ayudara en el futuro. Haciendo caso a las voces, comenzó a hacer sonar platos. Agarraba un tenedor y rallaba los platos. Llegó hasta romperlos, pero nada funcionaba. Hasta que gritó: ¡Silencio!

En la grabación, se escuchaban gritos desgarradores provenientes de Takumi. Podías sentir su dolor a través de la grabación. Todo quedó grabado, pero lo tomaron como una broma. No sé si creerlo. Solo sé que lo más extraño fue que tanto los escritos como la grabadora desaparecieron un día después de la autopsia.

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