El espejo

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Cuenta la leyenda que había una vez en Japón, hace muchos siglos, una pareja de esposos que tenía una niña. El hombre era un samurái: no era rico y vivía del cultivo de un pequeño terreno. La esposa era una mujer modesta, tímida e introvertida a la cual no le gustaba mucho relacionarse socialmente. Cuando por algún motivo, se encontraba entre extraños, hacia todo lo posible para pasar inadvertida.

Un día es elegido un nuevo rey. El marido, como caballero que era, tuvo que ir a la capital para rendir homenaje al nuevo soberano. Su ausencia fue por poco tiempo. El buen hombre no veía la hora de dejar el esplendor de la Corte para regresar a su humilde casa con su amada familia.

Cuando regresó, obsequió la niña con una muñeca, y a su esposa con un espejo de bronce plateado. La mujer miró el espejo con gran maravilla y asombro, nunca había visto ninguno. Nadie jamás había llevado uno a aquel pueblo. Lo miró y, percibiendo reflejado el rostro sonriente, preguntó al marido: 

— ¿Quién es esta mujer?

El marido se puso a reír:

— Pero, ¿cómo? ¿No te das cuenta de que este es tu reflejo? Mírate, es tu rostro.

Avergonzada de su propia ignorancia, la mujer no hizo otras preguntas, y guardó el espejo, considerándolo un objeto misterioso. Había entendido sólo una cosa, aparecía su propia imagen.

Durante muchos años, lo tuvo siempre escondido, guardado a buen recaudo. Era un regalo de amor; y los regalos de amor son sagrados.

Se hizo mayor, muy mayor, su salud era delicada; frágil como una flor, estaba muy enferma. La enfermedad avanzaba por su cuerpo de forma rápida, veloz y en poco tiempo desmejoró. Solo le quedaba un hilo de vida en su cuerpo y sintiéndose próxima a la muerte, tomó el espejo y se lo dio a su hija, diciéndole:

Cuando no esté más sobre esta tierra, mira mañana y tarde en este espejo, y me verás. Después de decir aquello, expiró.

Desde aquel día, mañana y tarde, la muchacha miraba el pequeño espejo. La muchacha, ingenua no dudo jamás que el rostro que veía en la chapa no fuera el de su amada madre ya que esta le había dicho aquello antes de morir. Y así, mañana y tarde, día tras día, hablaba con la imagen convencida de que su madre la escuchaba. Hasta que un día el padre la sorprende murmurándole al espejo palabras de ternura.

¿Qué haces, querida hija?, le pregunta.

Miro a mamá. Fíjate: No se le ve pálida y cansada como cuando estaba enferma: parece más joven y sonriente.

Conmovido y enternecido el padre, por la ingenuidad de la niña y el parecido con su esposa,no quiso quitar a su hija la ilusión y le dijo:

— Tú la encuentras en el espejo, como yo la hallo en ti.

Mitos y Leyendas japonesasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora