Capítulo 5

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James vivía de noche. El sol hacía que se atemorizase, podía ser reconocido, identificado, apedreado frente a una multitud que abuchearía repitiendo su nombre. Insaciables amigos y familiares de las víctimas que pasarían a ser los depredadores. Debía defender sus obras, con actitud furtiva y sanguinaria, no dejaría títere con cabeza. Todo el que se opusiera a su arte, su estilo de vida, pagaría las consecuencias. Frente al portátil, bañando el teclado con saliva, redactó la danza que la muerte le había dictado.

El asesino escribía en un trozo de papel los pasos a seguir para recordarlos. Sumiso y sujetando el lápiz con dos dedos:

Desenfundar el cuchillo de caza oculto tras el falso bolsillo de la chaqueta.

Formar un collar de sangre alrededor del cuello, apartando la piel con la punta del cuchillo.

Rajar la piel frente a la tráquea, debe cruzar la anterior incisión.

Presionar el costado de la tráquea, introducir el cuchillo bajo ésta y hacer palanca hasta extraerla. Puede salpicar sangre. Insoportable olor.

Repetir los dos últimos pasos con la columna vertebral.

Seccionar los músculos que lo rodean, cuerdas vocales desechables.

Estirar hasta arrancarla: darle unas cuantas vueltas de tuerca en caso de que se resista.

Introducir en un recipiente.

El asesino sostenía una maceta frente al mármol de la cocina. Con el fregadero lleno de platos sucios y guiándose por la claridad del crepúsculo, abrió el cajón que tenía a la altura de las rodillas y sacó un recipiente de plástico. Vertió el contenido que había bajo el filtro del tiesto que aislaba la historia de todo fenómeno que pudiese alterarla. Buscó la batidora, acelerando el ritmo cardíaco a cada cajón que dejaba abierto. Al encontrarla, relamió las afiladas cuchillas, rajándose la superficie de la lengua al hacerlo. El óxido sabor le resultaba agradable. Excitado, ansioso por cocinar junto a los infernales fogones, puso la batidora en marcha. Subió y bajó el ruidoso molinillo a través del recipiente, relamiéndose los labios y tronchándose con cada salpicadura. En un remolino de infamia, como una vorágine que arrastraba la cordura que una vez predominaba en el clima de su sensatez, trituró a más no poder. Terminó en un líquido rosado. Con pinchazos en los dedos que sujetaban el recipiente, aguantó el impulso de beberlo y lo guardó en la nevera.

El Devorador de Mentes (James Harrison)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora