Capítulo 2

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James caminaba por una de las iluminadas calles de StarredFrown City. El resplandor de los carteles lo sentía como si fuesen laceraciones contra su córnea. Todos esos destellos, el ruido de los zapatos de la gente pisando el húmedo asfalto, el rugido de los motores atormentándolo como si fuesen alaridos de mandrágoras; sus sentidos estaban más delicados que nunca. Sacó el paquete de tabaco junto al mechero de la chaqueta, intentó encenderlo varias veces, pero la llama daba vueltas en círculos alrededor de la punta del cigarrillo, quemándose la mano que tapaba el viento. Lleno de ira, tiró el mechero contra el suelo, haciendo que explotase y captase la atención de las personas que había alrededor. Salió corriendo de allí, eufórico, sudoroso en un ambiente álgido, con el sentido común oscilando entre la cordura y la paranoia.

Paró frente a un cartel de anuncios junto a la parada de autobús. En él vio la portada de su libro, el que ya era bestseller según el magazine Lit & Mov. Continuó, metiéndose en callejones lo más oscuros posibles, necesitaba silencio absoluto para poder terminar el último capítulo de lo que podría ser el siguiente éxito, esta vez debía ser a nivel mundial. Se sentó sobre una caja de frutas vacía, sacó el portátil de la funda y escribió en un frenesí literario imparable. Tras él había una pared de ladrillos antígenos, llena de graffitis y restos de comida estampada de la fruta que había antes en la caja sobre la que estaba sentado. Un par de metros a su izquierda, tenía un contenedor al que se acercó un hombre, metiendo medio cuerpo en el interior y registrando cada centímetro de ese putrefacto rectángulo con ruedas. Sacó todo lo que podía ser reutilizado y se acercó a James cuando vio el resplandor de la pantalla sobre su rostro. De algún modo, le llamó la atención ver algo de luz en aquella sombría calle.

— ¡Eh, tú, qué estas haciendo en mi zona! —gritó el vagabundo con la espalda algo curvada mientras señalaba el portátil.

—Disculpe las molestias —contestó James. El mendigo seguía acercándose, ya podía oler su esencia desde ahí—, pero creía que las calles son un lugar público.

James le miró, inspeccionando cada parte de su cuerpo con la mirada en busca de algún síntoma, algo que pudiese ser contagioso. Desde que asistió a esa reunión, es algo que hace casi sin darse cuenta, se ha vuelto un maniático compulsivo en cuanto al contagio de enfermedades.

— ¡Idiotas! Estos nobles se creen que pueden venir aquí y tratarnos como chusma —remarcó el sonido de la primera sílaba, salpicando algo de babas contra James—, sin respetar nuestras normas, nuestras creencias. Esto es la calle, amigo. —Señaló el suelo, cual flecha intermitente—. Si no tienes algo interesante que ofrecerme o no quieres hacer negocios, ya puedes estar largándote.

Se fijó en una bolsa blanca que llevaba colgando en el antebrazo, intentaba esconderla tras él, sin éxito. Había algo que le resultaba familiar en todo aquello, pero no sabía reconocer el qué.

— ¿Qué llevas en esa bolsa? —Miró el brazo que la sostenía y levantó la barbilla.

—Material... —Se tocó la nariz reiteradas veces, sin ser consciente de ello. Fue ahí cuando James supo de que se trataba— No negocio con los de tu calaña.

James se levantó, arrancándole la bolsa de la mano y mirando su interior. Había un par de papeles de plata enrollados, con restos de una polvorienta sustancia blanca alrededor.

—Te doy cien dólares por la bolsa entera —sugirió James. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de la cartera.

—Pero... ¡que estás haciendo! Saca la mano del pantalón, no me fío de ti. —Puso las brazos en alto, creyendo que iba a ser atacado.

—Tranquilo, solo estoy buscando la cartera. —Sacó un par de billetes y se los enseñó, haciendo que se le pusieran los ojos como platos—. Creo que con esto tendrás para comer unos cuantos días.

Hicieron el intercambio, pero el mendigo decidió quedarse junto a él. Nunca se sabe, quizás tendría una oportunidad para robarle una vez estuviese colocado. James abrió el papel de plata, sacó la Visa de su cartera e hizo un par de líneas sobre el brillante papel apoyado en el touchpad del portátil. Un par de aspiraciones más tarde, con la mente en blanco y los pensamientos racionales desapareciendo en el aire como copos de nieve bajo el sol, preguntó.

—Sería increíble una historia contada desde el punto de vista de un desaliñado trotamundos, ¿no crees? —Acarició la melena del vagabundo, causándole un escalofrío, pero no se apartó; le interesaba seguir la corriente.

—Sí, por supuesto, eso estaría genial. —Miró el portátil y la cartera sobre éste, quizás era el momento de robarlos.

—Sé lo que intentas... —James guardó la cartera y metió el portátil en la funda, encendiendo un cigarrillo y expulsando el humo en la cara del vagabundo—. No va a funcionar, tu plan se consume con cada calada que le doy al cigarrillo. Tus esperanzas no son más que restos de nicotina en el aire, cleptomanía justificada para aquellos que llevan las uñas teñidas de negro e innecesaria para los que causan que las vuestras estén así de oscuras. —Agarró la mano del vagabundo y apagó el cigarrillo sobre ella, haciendo que le mirase incrédulo—. No temas... voy a sacarte de la miseria en la que tú solo entraste y jamás serás capaz de salir por ti mismo.

El escritor le agarró del pelo y le estampó contra la pared, repetidas veces, hasta que el mendigo se quedó tumbado en el suelo sangrando. La pared se cubrió con las manchas de una tinta rojiza y los restos de pelo enganchados en los ladrillos eran exclamaciones en los gritos de un mísero vagabundo. Tenía lo que quería, un cerebro más para su colección de extraordinarias historias. Siguió el procedimiento rutinario, dejando el cuerpo en la escena del crimen, trinchando la cabeza como si fuese una salvaje cirugía y llevándose consigo la parte más valiosa de todas; el cerebro. Metió la cabeza en la bolsa del propio vagabundo y caminó por las calles de StarredFrown City como si lo que llevase fuese la cabeza de un maniquí, con la grasienta melena sobresaliendo por los lados del plástico y gotas de sangre marcando su camino a medida que el cuello de aquel sin techo se secaba; dejando los flecos de piel endurecidos y con un tono rojizo.

Todo le parecía normal, ya no estaba inquieto, los carteles dejaron de ser molestas señales, ahora le parecían señales anunciando su reciente logro. Las bocinas de los coches le aclamaban, todos estaban orgullosos de lo que hacía; es más, le animaban a continuar haciéndolo. Los pasos de la gente eran aplausos que vitoreaban su nombre, querían más historias y él debía cumplir su obligación. James, el devorador de mentes, había sido engendrado de la nada para crear un relato que podría estar basado en sus propios crímenes. Esa sería su obra maestra, un relato basado en hechos reales, los cuales no dependerían de nadie más que de sí mismo.

El Devorador de Mentes (James Harrison)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora