Me hice invisible por primera vez justo el día que cumplí doce años.

La culpa, en cierto modo, la tuvo mi perro. Nieve es un perro sin raza
determinada, y le pusimos este nombre porque es completamente negro. Lógico, ¿verdad?

Si Nieve no hubiera sido tan curioso, no habríamos corrido la aventura de la
buhardilla.

Pero, me estoy precipitando. Vale más que empiece esta historia por el principio. Celebré la fiesta de mi cumpleaños un sábado y recuerdo que ese día estaba
cayendo un fuerte chaparrón. Faltaban pocos minutos para que llegaran mis invitados y yo estaba acabando de arreglarme. Bueno, en realidad dando los últimos toques a mi peinado.

Mi hermano siempre se mete con mi pelo. Se burla de mí porque paso mucho tiempo delante del espejo observando cómo voy peinado o si tengo el pelo revuelto o
si no llevo la raya bien hecha. Pero es que lo que más me gusta de mí es el pelo. Yo creo que es excepcional: de
color castaño, grueso y con ondas y, claro, tengo que cuidarlo y llevarlo siempre bien
peinado.

Mis orejas, por el contrario, no me gustan. Son muy grandes y están bastante despegadas de la cabeza. Así que para mí es muy importante que queden cubiertas
por el cabello.

—Max, llevas el pelo revuelto por detrás —dijo mi hermano, Zurdi, colocándose
a mis espaldas mientras yo me miraba en el espejo de la entrada.

En realidad se llama Noah, pero yo le llamo Zurdi porque es la única persona
zurda de la familia. Estaba lanzando una pelota al aire y recogiéndola con la mano izquierda. Ya sabía él que no debía jugar a pelota dentro de casa, pero lo hacía
igualmente.

Zurdi tiene dos años menos que yo. No es que sea malo, pero nunca puede
quedarse quieto. Siempre tiene que estar jugando con una pelota, tamborileando con las manos en la mesa, tirando cosas, corriendo de un lado a otro, cayéndose, saltando, peleándose conmigo. Ya se lo pueden imaginar. Mi padre dice que Zurdi tiene el baile de san Vito, que significa que nunca se está quieto.

Me di la vuelta y giré la cabeza para ver cómo llevaba el pelo por detrás.

—No está revuelto, mentiroso —le dije.

—¡A ver tus reflejos! —me gritó Zurdi, y me tiró la pelota.

Fallé, y la pelota pegó con gran estrépito contra la pared, justo debajo del espejo.

Zurdi y yo contuvimos el aliento y esperamos a ver si mamá lo había oído. Pero no.
Creo que estaba en la cocina ocupada con mi pastel de cumpleaños.

—Pareces tonto —le susurré—. Casi rompes el espejo.

—Tú sí que eres tonto —replicó. Típico.

—¿Por qué no aprendes a tirar la pelota con la derecha? Así yo podría atraparla de vez en cuando —le dije. Me encantaba molestarlo, y la verdad es que no aguantaba que me lanzara la pelota con la izquierda.

—Eres idiota —me contestó, recogiendo la pelota.

Ya estaba acostumbrado. Zurdi repetía esta palabra cientos de veces al día y creo que así se sentía muy inteligente.
Para tener sólo diez años se porta bastante bien, pero su vocabulario es muy
pobre.

—Pareces Dumbo —me dijo, refiriéndose a mis orejas.

Sabía que estaba mintiendo, y ya iba a responderle, cuando el timbre de la puerta
sonó. Corrimos los dos por el estrecho vestíbulo hasta la puerta principal.

—¡Oye, es mi fiesta, y no la tuya! —le dije.
Pero Zurdi llegó primero y abrió la puerta.

Zack, mi mejor amigo, empujó la puerta y entro corriendo. Había comenzado a
llover a cántaros y estaba empapado.
Me entregó un regalo envuelto en un papel plateado y chorreante.
—Son historietas —me contó—. Ya las he leído. Fuerza-X es muy genial.

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