Años de sosiego

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Años de sosiego

La tarde transcurría apaciblemente, mientras el tibio sol acariciaba el patio.

La abuela Juana, y tres de sus hijas compartían el mate, entre anécdotas y manualidades. Ya era un hábito arraigado en las tres hermanas que vivían en la misma localidad de la querida abuela, visitarla todos los domingos, y usar la ocasión como terapia social, contando todo lo sucedido en la semana

Olga, la más extrovertida, no paraba de relatar su altercado con una compañera de trabajo. Era muy expresiva al hablar, y más de una vez sacaba a todas unas carcajadas contando sus desventuras:

—Le dije que conmigo no iba a jugar, mami, que se cree, "Tú te comprometiste, ahora tienes que cumplir". Ese pajarraco desplumado no me ocasionaría problemas, no sabe con quién se está metiendo, yo no me dejo pisotear.

Silvia, la hermana mayor, conociendo bien a su hermana porque ella ayudó mucho a criarla, dudaba que la cosa fuera tan así, y cuando Olga paraba para tomar aire, aprovechaba para interrumpirla:

—¿Estás segura de que fue así? Porque a veces se malinterpretan las cosas.

Ella sabía que su hermana, con tal de tener siempre la razón, solía cambiar lo que contaba, y solo relataba lo que más le convenía.

—! Claro que fue así ¡Lo juro por lo más sagrado, no miento, mami, Silvia, siempre duda de mí!

Graciela, la más joven, pero también la más madura y de carácter templado, se conformaba con solo escuchar la mayor parte del tiempo.

No quería interrumpir a Olga, que parecía disfrutar muchísimo de la atención que recibía. Concentrada en su tejido, cada tanto asentía con la cabeza, para participar de algún modo y mostrar interés en el relato.

La abuela Juana, acostumbrada a los relatos fantasiosos de su hija, cebaba el mate adormilada por el tibio sol de invierno, y participaba asintiendo:

—¡Qué barbaridad, hijita!

Hacía unos pocos años que sus hijas habían conseguido, con el esfuerzo de todas, darle a abuela Juana un merecido retiro de toda preocupación. Le arreglaron la casa a su gusto, y no le faltaba nada.

Todas, en especial Graciela, que había triunfado en su profesión, colaboraron para que ya no tuviera de qué preocuparse.

Su querida madre había trabajado tanto y tan duro cuando todas eran chicas, lavando y planchando ajeno, carpiendo y cosechando en el campo, ahora querían regalarle una vejez libre de preocupaciones.

Y lo lograron, Juanita pasaba su vida apaciblemente, mirando sus novelas y esperando a sus hijas que la mimaban los domingos.

Parecía que aquellas tardes de imperturbable tranquilidad no se acabarían nunca. Pero ese domingo la paz de repente se quebró como un cristal.

Un camión estacionó frente a la casa, y bajo Nilda, otra hija de Juana, que vivía hace años en la capital. Nerviosa y de mal humor, saludo a todas mientras daba órdenes para que bajen sus cosas.

Nilda era conocida en la familia por ser de un carácter explosivo y dominante, nadie vivía en paz si ella estaba cerca. Los doctores la diagnosticaron con un trastorno de la personalidad.

Aunque la familia la comprendía y apoyaba, vivir con ella era otro asunto.

Las tres, al verla llegar con un camión de mudanza, se quedaron heladas sin saber qué decir, con la boca abierta.

—No se alegren tanto de verme, no me quedó otra por eso vine —dijo en tono amargo —. No te preocupes madre, no bien pueda no me verás más.

—Pero, ¿qué significa esto? ¿Qué paso? No avisaste nada —dijo Juana mientras su semblante pasaba del saludable rosadito a la gris angustia.

—Es que las conozco, sabía no me dejarían venir, así que aquí me tienen, échenme si quieren—decía mientras daba órdenes y ya empezó a acomodar cosas en la casa de la abuela.

—Graciela, esto es terrible, mamá no va a soportar vivir con ella, todo por lo que trabajamos —dijo Olga en tono apenas audible para su hermana menor.

Silvia, se tapaba la boca sin saber qué hacer ni que decir, la sorpresa fue muy grande.

En medio de todo el desconcierto, nadie prestó mucha atención cuando del camión bajó un somnoliento niño de unos 4 años, el pequeño hijo de Nilda.
Juana, al verlo, en ese momento de preocupación, lejos de sentir ternura al conocer a su nieto, miró aún más desesperada a Graciela, quien por lo general era la que solía resolver sus problemas. Graciela le tocó el hombro, con la mirada firme y resuelta, sin palabras pareció decirle" No te preocupes", Juana tenía en ella más que el hijo varón que siempre quiso.

Fue a donde acomodaba un mueble Nilda, moviendo sin permiso las cosas de la abuela, y le pregunto:

—¿Qué paso? ¿Por qué tuviste que venir así? Mamá vive sola hace años, y la idea es que viva tranquila.

Nilda se detuvo, y se sentó para hablar con la única hermana que respetaba un poco:

—Me separe, ya no aguantaba un día más al desgraciado aquel, antes de que lo mate, me vine. También es mi madre después de todo, ¿verdad?

—Sí, pero si me avisabas con tiempo, podríamos haber buscado otra solución, mamá se merece descanso después de la vida tan dura que tuvo.

—¿Y qué quieres decir? ¿Qué mi hijito y yo molestamos?

—A una persona mayor y delicada como mamá sí, Nilda. Buscaremos otra alternativa.

Deciles a los del camión que lleven todo a mi casa, tengo una pieza libre, te acomodaré allí, después veremos qué hacer.

Nilda obedeció, sabía que la palabra de Graciela era la última.

Volvieron a cargar todo en el camión, y Nilda y su hijo subieron adelante.

Graciela se fue en su auto, para encargarse del problema, y las otras hermanas se quedaron a ayudar a la abuela a recuperarse del susto.

—Lamento ya no tener fuerzas —dijo la abuela llorando.

—Pero mami, ninguna tenemos fuerzas para soportar a Nilda, ella necesita vivir sola, y medicada —dijo Olga, sin pelos en la lengua.

—Olga, cuida tus palabras, la pones peor, todos quisiéramos ayudarla, pero no es fácil.

Juana agradeció haber tenido las fuerzas para luchar por la frágil salud de Graciela cuando era niña, ahora era ella la guardiana de sus años de sosiego.

Su hija Graciela, era mansa como un estanque, pero con temple de acero.

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⏰ Última actualización: Jan 11 ⏰

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