00| Prologue

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Omnisciente

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Omnisciente

AeternumEonio 7, Centieo 569 desde La gran Creación Jerárquica.

La Torre de Marfil, majestuosa y etérea, se erige como un monumento al divino esplendor en el vasto lienzo del espacio-tiempo. No es una simple estructura, sino el sublime santuario de los seres angelicales, las primigenias obras maestras del Gran Arquitecto. Sus paredes de mármol blanco pulido reflejan la luz estelar, convirtiéndola en un faro de esperanza que atraviesa la oscuridad del cosmos.

La torre, dividida meticulosamente según la jerarquía celestial, es un reflejo del orden divino. Cada nivel, un dominio más sagrado que el anterior, alberga a los coros angelicales, cuyas voces en armonía tejen la melodía de la existencia.

En la cúspide de la existencia celestial, donde la primera jerarquía divina se manifiesta en su máxima expresión, se alza el segundo cielo, la ciudad etérea de Rumibhia. Este reino sublime, suspendido entre los velos de la realidad, es el santuario de los Querubines, seres de luz encargados de custodiar el conocimiento absoluto. Entre columnas de sabiduría talladas en éter y bibliotecas que se extienden más allá de la percepción mortal, los Querubines vigilan los arcanos del cosmos, inscritos en volúmenes que brillan con una luz inmortal, bañando sus semblantes de tranquilidad imperturbable.

Los Querubines, cuyos ojos han sido testigos del nacimiento de galaxias, intercambian palabras en un lenguaje que emula el susurro del viento entre las ramas de un olivo milenario. Sus conversaciones, aunque aparentemente serenas, están impregnadas de una intensidad emocional reprimida, conscientes del peso de que en cada sílaba pronunciada reside el poder del conocimiento que protegen.

Cada secreto revelado lleva consigo el peso de la existencia.

—¿Has sentido la perturbación en las estrellas, hermano? —inquirió uno, su tono tan delicado como el roce de la luna sobre el mar en calma.

Su acompañante, Semired, lo miró asintiendo.

—Sí, es inquietante —respondió, su mirada perdida en la profundidad del abismo cósmico—. Se siente como si una presión insidiosa se deslizara entre las constelaciones —El pelinegro, llevó su mano al mentón—. Sutil, pero inexorable, parece tener intención de asfixiar la gracia que con tanto fervor hemos preservado.

Un silencio denso y premonitorio se cernió sobre ellos, un silencio que parecía contener el aliento de los mismísimos astros. Eran conscientes de que se avecinaba un evento de magnitudes celestiales, un fenómeno capaz de estremecer los pilares de su sagrada morada y desafiar la esencia misma de su ser.

Con pasos que resonaban como truenos distantes, Edahir, un Principado de linaje aristocrático, atravesó el corredor del primer cielo, pasando frente a los Querubines inmersos en su diálogo.

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