El aire estaba cargado de una humedad asfixiante. A medida que la conciencia iba regresando a mí, cada fibra de mi ser se resistía a abrir los ojos. Sentía los párpados tan pesados como plomo, inmóviles, como si no me pertenecieran. El leve sonido de un pitido repetitivo era lo único que me mantenía anclada a una realidad que todavía no lograba entender. El dolor era sordo, distante, pero presente, recorriendo mi cuerpo de manera opaca, como si mi carne fuera ajena a mí. Traté de mover mis dedos, pero apenas logré una ligera contracción. Estaba allí, en algún lugar intermedio, flotando entre la vigilia y el sueño.
El sonido a mi alrededor era difuso, lejano. Las voces que se escuchaban parecían venir desde otro mundo, un lugar que me resultaba inalcanzable. ¿Dónde estaba? La pregunta resonó en mi mente como un eco, pero aún no tenía fuerzas para responderla.
De repente, una punzada de memoria me golpeó como una tormenta: el fuego. Todo rojo, naranja y dorado. Llamas lamiendo las paredes, el auto, devorándolo todo. El calor sofocante que me envolvía... el grito de Nico, su rostro. ¡Nico!
El miedo comenzó a abrirse paso entre la neblina. Mi corazón, que hasta entonces había latido lento y pesado, empezó a acelerarse. ¿Dónde está Nico? ¿Qué ha pasado? Tenía que saberlo, tenía que asegurarme de que estaba bien. Intenté abrir la boca, pero estaba tan seca que solo un gemido débil salió de mis labios.
Escuche el crujido de unos pasos. Alguien estaba cerca, pero no reconocía su presencia. La sensación de estar perdida, de no pertenecer a ese lugar, era abrumadora. ¿Dónde estoy? Intenté abrir los ojos, pero el mundo seguía siendo un borrón. Solo distinguía manchas de luz y sombra, y esas voces... no las entendía.
Alguien me tocó la mano. Afable. Cálido. Pero no era una mano familiar. No era la de Nico. Quise apartarla, lo intenté, pero mi cuerpo no respondía.
Una voz femenina surgió, distante pero clara.
—Lucía... estás en el hospital. Todo va a estar bien.
¿El hospital? La palabra flotó en mi cabeza, rebotando de un lado a otro mientras intentaba comprender. ¿Por qué estaba en el hospital? ¿Qué había pasado exactamente? Los fragmentos de memoria me llegan en ráfagas desordenadas: las llamas, el humo, los gritos, mi hermano... Nico. ¿Dónde estaba él?
—¿Dónde...? —susurré, luchando contra la sequía en mi garganta—. ¿Dónde está mi hermano? nico...
Mi propia voz sonaba extraña, rasposa, como si no me perteneciera. La angustia me atravesó el pecho como una lanza. Necesitaba saber de Nico.
Note que la mano en la mía tembló levemente. La mujer no me respondió de inmediato. El silencio que siguió fue tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Algo estaba mal. Mi corazón martilleaba en mis oídos, acelerado, retumbando. Quise moverme, sacudirme, pero mis músculos no obedecían.
Mi corazón se aceleró. Intenté levantarme, luchar contra la inmovilidad que me mantenía atada a la cama, pero fue inútil. Mi cuerpo no respondía. La desesperación se abrió paso, y sentí cómo la angustia me apretaba el pecho. Nico. Mi hermano. Tenía que saber si estaba bien. Tenía que escuchar su voz, verlo, asegurarme de que lo había sacado del auto.
Luché por abrir los ojos, por hablar. La garganta me ardía, seca como si no hubiera bebido en días. Hice un nuevo esfuerzo sobrehumano, y conseguí apenas un murmullo.
—Nico... —Mi voz era apenas un susurro—. ¿Dónde está Nico?
El silencio que siguió fue ensordecedor. No había nadie que me respondiera. La habitación, donde fuera que estuviera, estaba en calma, pero el pitido de las máquinas y mi propio pulso martilleando en mis oídos me envolvían. Intenté moverme otra vez, inútilmente. Todo lo que sentía era la presión del colchón bajo mi cuerpo y la tirantez de las sábanas. Tenía que saberlo.
Entonces, escuché nuevas voces. Lejanas, pero cada vez más claras. Dos mujeres. Enfermeras, quizás.
—Es increíble que haya sobrevivido —dijo una de ellas, la voz cargada de admiración—. Estaba en estado crítico cuando llegó, pero su hermano...
—Lo peor fue lo de la pierna —respondió la otra, su tono más bajo, como si no quisiera que alguien más la oyera—. El chico va a tener que acostumbrarse a vivir sin ella.
El aire en mis pulmones se detuvo. ¿Qué? Sentí un frío que se extendió desde mi pecho hasta mis extremidades. ¿Qué querrían decir con eso?
—Sí, tuvieron que amputársela —continuó la primera, como si hablaran de algo rutinario—. Pobre chico.
Un golpe de realidad me atravesó el corazón. Amputarle la pierna... Sentí que el aire abandonaba mis pulmones de golpe. Nico había perdido una pierna. Mi mente no podía procesarlo. No podía ser cierto. Ellas debían estar hablando de otra persona. No de Nico. No mi hermano.
El pitido de la máquina que monitoreaba mis signos vitales se aceleró, marcando el ritmo frenético de mi corazón. Esto no podía estar pasando. La culpa me tocó como un tren desbocado. El accidente, el fuego, todo lo que había pasado... era mi culpa.
Quise gritar, levantarme de la cama, salir corriendo para buscar a Nico, pero mi cuerpo seguía atado a esa inmovilidad desesperante. No, no, no.
—Su pierna... —alcancé a decir, mis palabras rotas por la angustia—. ¿Está...?
La presión en mi pecho era sofocante. Mis ojos se llenaron de lágrimas que no podía derramar, mi garganta se cerraba. Yo lo había puesto en ese coche. Yo tenía el volante. El recuerdo del accidente me toco con una claridad brutal: el sonido del metal retorciéndose, los gritos, el dolor...
Mis manos temblaron ligeramente, pero no pude hacer más que eso. El cansancio me envolvía como una marea negra, arrastrándome de nuevo hacia las profundidades. Mi cuerpo comenzó al agotamiento, y, aunque luché por mantenerme despierta, las sombras volvieron a cerrarse sobre mí.
Lo último que escuché antes de caer en la oscuridad fue el susurro de las enfermeras.
—Pobre chica. Aún no sabe todo lo que pasó.
Pero antes de desvanecerme por completo, la imagen de Nico, atrapado bajo el coche, yo intentando salvarlo, su pierna destrozada, se materializó frente a mí con cruel nitidez. El chirrido del metal retorcido y su grito desgarrador llenaron mi cabeza una vez más. Era mi culpa. Toda mi culpa.
La oscuridad me engulló, pero no había consuelo allí. Solo dolor y culpa.
Y entonces, el silencio.
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CATARSIS
RomanceHayden Taylor pensó que el dolor desaparecería con el tiempo, pero ni el aire fresco ni el silencio logran apagar la tormenta dentro de él. El Escitalopram es su única ancla, una solución temporal para el dolor que lo consume y una promesa rota de o...