A partir de esa noche, June y yo nos veíamos todos los días. Habíamos intercambiado números y habíamos creado un código secreto para hablar y decirnos cosas sin que nadie se enterara de que eran. Si, habíamos creado nuestro propio mundo, uno donde me quede sin nunca pensar en que se terminaría. Habíamos acordado siempre vernos debajo de las gradas, y luego íbamos en mi auto o en el suyo por ahí, a lugares al otro lado de la ciudad, lugares donde nos refugiábamos y nos besábamos hasta el cansancio. Donde íbamos tomados de la mano y te llamaba amor. Irónico porque no eras mi amor. Nunca lo fuiste, June. Eras el de ella. Me llamabas en las noches y hablábamos hasta las 2 de la mañana para luego quejarnos de que no dormíamos nada. Cancelaba mis planes solo en caso de que me llamaras ese día y me pidieras salir, así estaría disponible, siempre quería estar disponible.
Incluso te quedaste a dormir en mi casa, ese fin se semana en que mis padres tuvieron que viajar. Recuerdo despertarme y sentirme agridulce, porque ahí estabas, al lado mío pero no eras mío. No lo eras. Y me dolía, claro que sí. Yo aceptaba encontrarme contigo detrás del estacionamiento de los centros comerciales, aceptaba verte en el supermercado cuando nadie iba, aceptaba ir en tren al pueblo más cercano solo para pasar el día juntos sin que nadie nos viera. Pero después te veía ir a mi preparatoria a buscar a Lila y me dolía. Te veía besarla en frente de sus amigos y me dolía. Te escuchaba decirle te quiero y me partía el corazón. Yo había aceptado esta clase de aventura amorosa porque sentía amor pero me estaba destruyendo por dentro también. Me estaba consumiendo. Tú eras todo para mí pero yo solo era parte de tu mundo. Al final volvías a Lila y yo me quedaba siempre con los pedazos. Yo me quedaba en las sombras mientras tú la llevabas a ella hacia la luz. Y no podía culparte, no podía culpar a nadie, porque en este embrollo me había metido yo solita. Yo lo decidí.
Aquella noche que te bese, decidí ser el segundo lugar. Todas las veces que cedi a verte a escondidas me conforme con el premio de consolación. Y era obvio que eso me rompería el corazón. Siempre me pregunte como era que podías hacerme tan feliz pero tan triste a la vez. Como era que tus besos sellaban mis cicatrices pero las abrían de vuelta. Y como era que yo no podía salir de ahí. Intentaba correr pero estaba atrapada, estaba amarrada a mí misma, a mis sentimientos. No podía soltarte. No podía soltarnos. Asi que seguía construyendo un castillo de mentiras a nuestro alrededor, con paredes tan livianas como las cartas de papel que con un soplido se derrumban. Tu y yo con un soplido también nos íbamos a derrumbar, era obvio que lo nuestro no estaba destinado a durar y yo lo sabía. Desde el momento en que te bese bajo ese poste de luz y acepte el sabor agridulce de querer y entregarle mi corazón a alguien que no es mío.
Eras el secreto más divino y exquisito que había tenido que guardar, el pecado más dulce, mi talón de Aquiles, la debilidad más apasionante. Eras todos los colores en uno, un atardecer a punto de desaparecer, las olas del mar cuando se estrellan en la arena. Algo que es tan maravilloso pero que solo tocas con la punta de los dedos porque no tienes permitido ir más allá. Mis manos picaban por abrazarte en frente de todos, por plantarte un beso en medio del campo de mi escuela cuando estabas viéndome de lejos en la práctica de porristas, pero me conformaba con esperar a la noche, a que te escabullieras en mi habitación, a que me dieras besitos de azúcar en la parte trasera de tu auto en medio del viejo cine abandonado. Me conformaba con esperar a que tus citas con Lila terminaran para llamarte y contarte mi día, me conformaba con verte de reojo en las fiestas y luego encontrarte en el baño para tener un momento a solas. Me encantaba tener esta privacidad exclusiva donde solo éramos tú y yo, este pequeñito mundo de ambos. Pero después, cuando estaba sola, cuando nadie me veía, cuando me iba a dormir, cuando escuchaba a los demás hablar de ti y Lila, la culpa me caía encima como mil kilos de cemento endurecido. Yo no era la protagonista de esta historia, no era la princesa que el caballero viene a rescatar del dragón, yo era la villana. La bruja mala que hechiza a la buena para quitarle todo lo que tiene. Este cuento no es mío, nada de esto es mío. Y como buen cliché de película de amor donde la mala siempre resulta mal, así mismo terminaría yo. Spoiler de esta historia, termina mal, muy mal. Lo siento.
Pero, ¿Qué esperaba? Era obvio que no tendría un final feliz porque no era mi final, estaba de colada, había llegado de último a hacer trampa por ganar el premio y todos saben que con trampa nunca se llega a nada. Lila seguía siendo tan buena amiga como siempre, me prestaba sus apuntes cuando me estaba yendo mal en alguna materia, me ayudaba con la rutina de las porristas, incluso pago mi almuerzo un día en que olvide mi dinero en casa. Y yo maldecía en mi mente cada vez que eso pasaba, porque solo aumentaba mi culpa. Mi mente me acuchillaba con la típica carta de "¿Qué diablos estás haciendo? ¿Qué clase de persona sale con el novio de su amiga?" Pues yo consciencia, yo soy esa clase de persona. O por lo menos en eso me convertí.
Vivía en un constante va y viene, en un laberinto entre la espada y la pared, quería irme pero quería quedarme. Quería decir la verdad pero quería conservar a June, quería hacer las cosas bien pero hacerlas mal me gustaba. Nunca supe que hacer, y no podía tampoco hablarlo con nadie, con nadie más que no fuera él. Pero nunca paso. Él nunca me preguntaba por esas cosas, nunca hablábamos de las decisiones que estábamos tomando, de lo mal que estábamos actuando. Y yo siempre me cuestionaba como era que te sentías al respecto, June. Porque al fin y al cabo, yo era amiga de Lila pero tú su novio. Las mentiras son iguales sin importar que tan graves sean pero supongo que la tuya en este caso no tenía perdón.
Tal vez la mía tampoco.