El nahual de Santa Ana

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La noche era oscura y fría en el pueblo de Santa Ana. El silencio solo se rompía por el ladrido de los perros y el tañido de las campanas de la iglesia. Una carroza tirada por dos caballos se detuvo frente a una gran casona. De ella bajó un hombre vestido con elegancia, que llevaba un sombrero de ala ancha y una capa negra. Era don Rodrigo de Mendoza, uno de los hombres más poderosos e influyentes de la Nueva España.

Don Rodrigo entró en la casona, donde le esperaba su esposa, doña Isabel, y su hija Leonor. Ambas le recibieron con una sonrisa forzada, pues sabían que el señor no era un hombre cariñoso ni bondadoso, sino todo lo contrario. Don Rodrigo era cruel, soberbio y ambicioso. Había amasado una gran fortuna a base de mentiras y tratos fraudulentos.

El hombre se sentó en un sillón y pidió una copa de vino. Doña Isabel y Leonor se sentaron a su lado, en silencio. Él les contó las novedades del día, las órdenes que había dado, los negocios que había cerrado, las personas que había castigado y demás cosas que resultaban aburridas para cualquiera que lo escuchara.

Al terminar su copa de vino, el anciano se levantó. Les dijo a su esposa y a su hija que se fueran a dormir, que él tenía que revisar unos papeles. Ellas le obedecieron, sin rechistar. Se despidieron de él con un beso y se retiraron a sus habitaciones.

El viejo malencarado entró en su despacho, donde le esperaba un documento sobre su escritorio. Encendió una vela y se sentó a contemplarlo con atención. Era un documento firmado por el obispo de la diócesis, que le otorgaba el título de propiedad de la hacienda de don Diego de Alvarado, su antiguo rival, que había sido condenado por el Santo Oficio por herejía y hechicería. El perverso hombre recordó con una sonrisa maliciosa cómo había logrado su venganza, usando el pretexto de defender la fe católica.

Todo había comenzado unos meses atrás, cuando don Rodrigo se enteró de que don Diego había recibido una merced real por sus servicios al rey. Se trataba de una extensa y rica tierra, que don Diego había convertido en una próspera hacienda, donde cultivaba maíz, caña de azúcar y algodón, y criaba ganado vacuno y caballar. Don Rodrigo sintió una gran envidia y un profundo rencor, pues Diego era un criollo, un hijo de españoles nacido en América, mientras que don Rodrigo era un peninsular, un español de pura cepa. Don Rodrigo consideraba que los criollos eran unos ingratos y unos rebeldes, que no merecían el favor del rey ni el respeto de los peninsulares.

Decidió entonces que haría lo posible por quitarle la hacienda a don Diego, y se puso a buscar la forma de hacerlo. Se le ocurrió que podía acusarlo de brujería, pues sabía que don Diego tenía una esposa indígena, y que ésta conservaba algunas costumbres y creencias de sus antepasados. Pensó que podía aprovecharse de la ignorancia y el fanatismo de la gente, y de la influencia de la iglesia, para difundir el rumor de que don Diego y su familia practicaban ritos paganos, idolatrías y sacrificios humanos, que ofendían a Dios y al rey.

Don Rodrigo se puso en contacto con el obispo de la diócesis, al que conocía desde hacía tiempo, y al que había hecho algunos favores y regalos. Le contó lo que había descubierto sobre don Diego, y le pidió que le ayudara a denunciarlo ante el Santo Oficio, que era el tribunal de la Inquisición, encargado de investigar y juzgar los casos de hechicería. El obispo, que era un hombre ambicioso y corrupto, accedió a colaborar con don Rodrigo, a cambio de una parte de la hacienda de don Diego, si éste era condenado. El obispo le dio a don Rodrigo una carta, que le otorgaba el derecho de inspeccionar la hacienda de don Diego, bajo la sospecha de que albergaba a herejes y hechiceros.

El malintencionado hombre no perdió el tiempo, y se dirigió a la hacienda de don Diego, acompañado de sus hombres. Allí se encontró con la resistencia del portero, que le negó el paso, pero lo amenazó con su espada, y le mostró la carta del obispo. El portero, temiendo por su vida, abrió la puerta, y dejó entrar a don Rodrigo y a sus secuaces, que entraron a la hacienda como si fuera suya. Don Rodrigo ordenó a sus hombres que buscaran por todas partes, y que capturaran a cualquier persona que encontraran. Luego, se dirigió a la casa principal, donde esperaba encontrar a don Diego.

Antología de Leyendas MexicanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora