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"Espérame 10 minutos que voy llegando."

Miro la hora y su última conexión fue hace 23 minutos. El mesero se acerca y esta vez no puedo rechazarle, ¿con qué cara? Un café era suficiente y se marcha con una sonrisa que me sube el ánimo un poco.

No me gusta esperar, definitivamente la gente debería ser más considerada, pero tampoco tengo mucho por hacer hoy y Beatriz quería verme. En realidad, saltaba como lombriz esta mañana cuando acordamos vernos. Así de repente. Algo, una vocecita dentro como esas líneas chiquitas que olvidamos leer en contratos, me decía que no sea cínica, que a Beatriz le esperaría dos horas si fuera necesario y dejé de quejarme.

Bueno, me dije entre dientes mientras encendía el celular para ver el chat medio vacío y repasar la escasa conversación, hay personas que son excepciones.
Vaya que sí, porque luego de veintisiete minutos de espera, la veo llegar con jeans holgados celestes, zapatos y blusa blanca que casi no la reconozco a la primera. De hecho, si ella no se hubiera acercado a mi mesa con una sonrisa de disculpa, definitivamente me hubiese enamorado de vuelta. Pero es la misma mujer. Diferente, otra vez, pero la misma al final.

—No me lo vas a creer...

Parece que dijo un par de oraciones más, no entendí nada porque de verdad no le creo lo hermosa que está, no puedo dejar de pensarlo. Estás hermosa o eres hermosa, ¿qué hechizo me has tirado, Beatriz? No puedo dejar de verla. Su maquillaje, su pelo, su forma de vestir. No puedo dejar de verla, necesito que alguien me sacuda forzosamente por los hombros y me despierte en caso de que ella no sea más que un sueño.

—¿Me estás escuchando? —pregunta frunciendo el cejo.

Pestañeo corridamente.

—Disculpa, disculpa, Beatriz...

El mesero se acerca con el café interrumpiéndome y le pide la orden a Beatriz quien aturdida mira la simpleza de lo mío. Saluda y luego pide:

—Un late con leche vegetal y dos tortillas de la casa con miel aparte. En platos separados, por favor. Te va a encantar las tortillas de vainillas que sirven acá. Perdón por la demora.

A veces, llevarle el ritmo costaba mucho. Tal vez su habla sin parar sea porque está nerviosa, lo confirmé cuando sentí sus manos sudadas entre las mías. Solo supe decir lo que llevo pensando desde que llegó.

—Beatriz, estás preciosa. De verdad. Muy linda.

Me sonríe de vuelta y no volvió a disculparse.

Hablamos del trabajo, de la semana, de la próxima semana, un poco de su familia; de pronto, supe en qué cree, qué le gusta leer, su escritor favorito. Luego de sus uñas, del cabello, de la piel. Prometió, también, un día llevarme a su tienda favorita de perfumería después de prometerme primero una tarde en la biblioteca nacional. Y yo, poco a poco, le iba creyendo cada palabra. Como si de una criatura se tratase la cual se ilusiona con la promesa falsa de ir algún día a Disney sin saber que sus padres sobreviven al diario vivir. Así la tarde se fue volando en el café que siendo honesta queda muy cerca de casa. El cielo nos regaló en el preciso momento sus colores más cálidos dando paso a la luna y antes de que se instalara por completo, le volví a recordar lo guapa que se veía.

—¡¿Qué?!

—Es solo para mí —insistí con una pizca de orgullo—, si vamos a vernos seguido, deberás acostumbrarte.

No había mejor momento, el ambiente antaño de la cafetería, los colores amarillentos y negruzcos sacados de un bosque. Era todo hermoso y estábamos sentadas justo con vista a la calle, donde un ventanal de casi un metro de largo nos ponía en evidencia con los transeúntes. Donde un par se tuvo que haber detenido al caer en ella, al mirarla carcajear, al verla desenvolverse en una plática amena sobre lo angosta que es la avenida América, en la cual cientos de vendedores locales riegan una cantidad descomunal de libros a muy buen precio. Dice que es su lugar en la ciudad.
A Beatriz la lograba ver de todos los ángulos y no hallé uno que no me gustara.

MULIERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora