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El problema es que luego de pasar varios días pensando en lo que dijo, creo que sus palabras se quedaron atascadas en mi subconsciente.

Al llegar a las puertas del hospital, la valentía se me fue drenando en cada paso. Pero ya estoy aquí, me repito para no echarme para atrás a último minuto. Ya estoy aquí. Dios, solo quiero saber que está bien aunque Emilia ya lo haya desmentido.

Empujo la puerta y enseguida el olor a hospital se impregna en mi cuerpo. Por ahora no me importa mucho que sea uno de los lugares que más odio ni que hayan personas de cualquier edad en sillas de ruedas esperando por algo.

Me acerco a recepción y doy los pocos datos de Beatriz que, ahora que me lo preguntan, conozco muy poco. Pero la mujer me mira muy mal con las escasas respuestas mías y queda muy desconfiada, me indica que es preferible llamarla para hacerle saber que hay visitas. Enseguida le respondo que no es necesario, deteniendo su agarre al teléfono en un brinco, por miedo a causarle molestia a Beatriz, pero no fue lo más sabio ya que la enfermera directamente me prohíbe la entrada. Al fin de cuentas, este hospital tiene la reputación de ser muy quisquilloso con la información y protección del paciente.

Tomo asiento en la sala de espera. Le marco a mi madre para ponerla al tanto de mi ubicación y le tranquilizo con la idea de que estoy aquí por una amiga. Ella duda, me tiene quince minutos en el teléfono haciéndome un sin fin de preguntas, irresoluta de que por una "amiga" yo esté en un hospital cuando nunca ningún "amigo" me ha ganado tanto el corazón para hacerlo; ella aguarda por una palabra en falso, alguna señal que me ponga en evidencia, pero no lo logra. Gano esta vez, aunque seguro que al llegar a casa otro cuestionario me será dictado.

Luego la noticia le llega a mi hermano quien también tiene mi oreja pegada a la pantalla del celular. Le advierto que no es necesario que venga a buscarme ni nada por el estilo, a pesar de que yo misma no me lo crea. Al terminar la llamada, paso otros minutos sentada mirando el reloj. Una y trece de la mañana. Si Beatriz está aquí dentro, es probable que esté dormida ya. No la recuerdo haberse quedado despierta hasta tan tarde, pero obviamente esto es diferente. No está más en una casa o en una habitación, con la comodidad de sus pijamas casi siempre de una tela oscura y abrigada. Nadie puede dormir aquí adentro y ya estoy perdiendo un poco la cabeza por lo mismo.

¿Qué se supone que iba a hacer una vez llegara? Beatriz fue decisiva. Quería que la deje en paz. ¿Por qué me cuesta tanto hacerlo? De hecho, estaba intentándolo ¿Por qué Emilia tuvo que contármelo?

Me pongo de pie, aguantando la respiración hasta llegar a la salida para frenar el insensate olor a alcohol etílico y salubridad, bajo la circunspecta mirada de esa mujer que parecía vivir en su puesto. Un carro de ambulancia estacionado con dos hombres de traje ahí dentro discutiendo de algo es lo primero de diviso al salir. No presto más atención y estiro la mano en dirección a la calle. Una tercera llamada en la noche me detiene. Número desconocido señala, sé mejor que atender números desconocidos, como está la delincuencia hoy en día... mierda, y yo voy muy tarde a agarrar un taxi que tampoco ninguno quiere parar. Mierda.

Nuevamente el mismo número llama. La temperatura de la ciudad disminuye cada vez a medida que llega la madrugada y dejo que el celular vibre mientras me arropo con el abrigo, un taxi amarillo se detiene y me dice que el viaje costará quince dólares. Le agradezco y rechazo su oferta, él sigue insistiendo, diciendo que a esta hora el precio es el mismo en todos los viajes. Le repito que no. Le hago memoria a mi cuerpo de que el frío nunca me había molestado tanto como ahora y agradezco cuando un segundo taxista se detiene casi cerca de mis pies. Mi cuerpo tiene un escalofrío y veo mi aliento en forma de humo.

MULIERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora