Desesperación

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En el silencio opresivo de la noche, mi madre caminaba con dignidad, cargando sobre sus hombros el peso de la adversidad. Las piedras y balas llovían a su alrededor, pero su mirada permanecía firme, resguardando a mi hermana y a mí. Su rostro, marcado por la vida, reflejaba la fortaleza de una mujer que había conocido el sufrimiento.

Caminábamos por callejones oscuros, tratando de esquivar las sombras que se cernían sobre nosotros. Mi madre, protectora y valiente, nos guiaba con pasos decididos. A pesar de la tormenta que rugía a nuestro alrededor, su amor actuaba como un escudo, brindándonos consuelo en medio del caos.

Un día, la marea de la vida se volvió demasiado feroz, arrastrando consigo la estabilidad que con tanto esfuerzo habíamos construido. Las sombras que acechaban se volvieron más intensas, y las voces del pasado resonaron en la mente agotada de mi madre. La carga se hizo insoportable, y ella se derrumbó, buscando refugio en mis brazos.

Sus lágrimas, como ríos desbordados, se mezclaron con las sombras que la atormentaban. Como su hija mayor, sentí el peso de la responsabilidad crecer en mi interior. Decidí no permitirme llorar, porque sabía que, aunque no pudiera aguantar piedras y balas como ella, tenía el poder de sanarla con mi amor y resistencia.

En ese momento, juré ser la fortaleza que ella necesitaba desesperadamente. Con cada abrazo, trataba de absorber su dolor, de ofrecerle un refugio donde las sombras no pudieran alcanzarla. Mis lágrimas se convertían en un océano interno, pero las mantenía ocultas para no sumar más carga a los hombros de mi madre.

Así, en la penumbra de la noche, nos aferramos la una a la otra. La fragilidad y la fortaleza se entrelazaron en un abrazo silencioso, donde la hija se convirtió en el ancla que sostiene a la madre en medio de la tormenta.

Lo Que Nadie Te Va A ContarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora