○ soy annie ○

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Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas tan pronto como su cuerpo hizo contacto con la fría nieve en el suelo. Escuchó a los niños que la habían empujado reír, y luego sus zapatos haciendo eco mientras corrían, alejándose de ella y llevándose consigo el saquito de monedas que debía de llevarle a su madre.

Se sentó sobre la nieve, ya no importándole incluso que su vestido estaba mojándose. Se sorbió la nariz y gimoteó, sintiendo un súbito ardor en la palma de su mano.

La alzó para mirarla con detención, encontrándose con un corte especialmente profundo que claramente se había hecho al caer, en un intento de no golpearse también el rostro.

Se puso de pie y no pudo evitar los sollozos que dejaban sus labios. Comenzó a caminar, adentrándose nuevamente al bosque del que venía antes de ser embuscada por los bravucones, no queriendo llegar a su hogar, no en esas condiciones, y mucho menos sin el dinero.

Se permitió desahogarse en compañía de la flora que la rodeaba, no creyendo que alguien fuera a oírla.

Pero alguien lo hizo.

Lord Edmund Bridgerton recorría los mismos bosques en compañía de sus tres hijos: Anthony, de quince, Benedict, de trece y Colin, de diez. Les estaba enseñando a cazar o, al menos, eso intentaba. Los tres parecían divertirse correteando y haciéndose bromas entre sí y, pronto, al vizconde no le importó demasiado si aprendían algo o no ese día, solo sonrió observándolos.

El caminaba detrás de ellos por lo que fue el primero en notarlo: el más pequeño, Colin, se había detenido mientras sus hermanos continuaban caminando más adelante, dándose empujones y corriendo.

Colin, en cambio, se giró, casi chocando con su padre, que lo detuvo de los hombros para evitar que perdiera el equilibrio. Fue entonces que le preguntó:

—¿Qué ha pasado, hijo?

Solo al escuchar la voz de su padre fue que los dos mayores se detuvieron también, retrocediendo hasta llegar a él.

—¿No oyen eso?

La pregunta del chico hizo que tanto sus hermanos como su padre guardasen silencio, escuchando atentamente. Entonces lo oyeron, una especie de sollozos que, por como aumentaban en volumen, podían asumir correspondían a alguien que se acercaba.

Los instintos paternos de Edmund encendieron todas las alarmas en su cabeza pues, si sus oídos no lo engañaban, no se trataba más que de una niña. Se imaginó a su Daphne, o su pequeña Eloise o su bebita Francesca, recorriendo los bosques sola y llorando sin nadie que las ayudara.

Él no iba a dejar que la hija de alguien, incluso no siendo suya, corriera esa suerte.

Comenzó a devolverse por el mismo camino que habían seguido previamente, sus hijos en silencio siguiendo sus pasos, cautelosos.

a million dreams ○ b. bridgertonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora