Parte 1

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Barcelona, verano del 1983

Ramón Delgado jugaba sobre su cama con sus muñecos de Famobil. Hacía poco que llegó el primero de aquellos pequeños amigos plastificados a sus manos y ya formaban parte de su día a día. En los portales, sobre las aceras, en el parque. Por doquier podían verse a niños felices con aquellos novedosos juguetes de Famosa.

Aquel día, la batalla sobre el colchón era encarnizada. Ramón sostenía en sus manos uno de sus preferidos, con cabello y barba rubia y cuerpo con rayas rosas. Jack era el mejor de todos, podía con todos.

— ¡Oh, no! ¡Necesito ayuda! —exclamó.

Miro hacia un lado y hacia el otro y arrugó el ceño. Su juego mental se puso en pausa. Le faltaba uno de sus muñecos.

Se levantó y salió de la habitación para detenerse frente a la puerta cerrada de la continua, la cual golpeó con los nudillos.

— ¡Brenda! ¿Has visto mi Playmobil de color morado? —gritó.

— ¡Lárgate, mocoso!

La enfurecida voz femenina voceó desde el interior.

Ramón, no contento con eso, intentó abrir, pero estaba cerrada por dentro.

— ¡Se lo voy a decir a papá!

El doctor Delgado, médico especialista en pediatría para una empresa farmacéutica privada, estaba repasando unos informes sobre la mesa de su despacho. A pesar de hallarse en el interior de su hogar, su acostumbrado sombrero negro calado permanecía sobre su cabeza. Esto junto a su incipiente barba y unos tirantes azules sobre una camisa siempre blanca, le otorgaba una apariencia respetable a los ojos de sus hijos.

Por ello, el enfado de Ramón fue disminuyendo y su cabeza agachándose a medida que se acercaba a su padre. Se colocó frente al escritorio y espero pacientemente. Sabía que él odiaba ser interrumpido.

Este levantó la mirada de sus documentos.

— ¿Qué ocurre?

— Brenda no me deja entrar en la habitación. Me ha quitado uno de mis muñecos...

El doctor endureció la mirada.

— Siempre estamos igual. ¿Qué digo yo siempre?

Ramón agachó más si cabe la mirada.

— Que cada uno debe responsabilizarse de sus pertenencias.

No hubo más palabras, solo silencio. Aunque quedó interrumpido por el potente sonido acampanado del teléfono analógico que presidía una pequeña mesa lateral.

El doctor alargó la mano y descolgó, a la vez que su hijo Ramón se dio la vuelta y salió de la estancia.

— Delgado —contestó.

Tras unos segundos de silencio y asentimientos, continuó su conferencia.

— El doce tiene resultados interesantes, podemos llevar con él a cabo el tratamiento. ¿Qué ha sucedido con el sujeto número once?

Ramón había salido del despacho, pero se mantuvo prudentemente agazapado tras el marco de la puerta, escuchando la conversación de su padre. No por que le interesase, ni mucho menos. Tan solo tenía ocho años. Era su manera de acercarse un poco más a su padre.

— Entiendo. Entonces el doce es nuestra única opción. Gracias.

Tras colgar el teléfono, buscó entre sus papeles una lista y tachó la línea donde aparecía escrito "sujeto 11".

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