Parte 3

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Casi no se podía apreciar nada desde el interior del autobús, debido a las frías temperaturas que hacían que los cristales permaneciesen continuamente empañados. Tras unos cuarenta minutos, llegó al fin al pueblo que Alberto Ortiz nombró. El hotel fue fácil de identificar en un entorno rural tan reducido. Más que hotel, era un restaurante típico bávaro con algunas habitaciones en la planta superior. Dichos locales eran bastante comunes en los alrededores. Antes de echar mano a la puerta, su teléfono emitió un pitido. Un nuevo mensaje de su banco reclamó su atención.

Mon no daba crédito a lo que veían sus ojos. Era nada más y nada menos que un ingreso a su favor de diez mil euros, realizados por el señor Alberto Ortiz.

Le faltó poco para que el móvil se estrellase contra el suelo.

― La madre que me p... ―logró exclamar.

Tras recuperarse del shock, abrió la puerta de madera y entró en el local. Este carecía de recepción, por lo que se dirigió hacia el comedor, donde un camarero parecía sacar brillo inútilmente a una barra de bar bastante resplandeciente. Al verlo, esbozó una sonrisa.

Repartieron varias palabras en alemán y Mon le enseñó la foto que había recibido de Asia Valero. El camarero la reconoció enseguida.

― Sí, estuvo ayer aquí. Cenó con uno de nuestros huéspedes, el señor Ortiz. Aunque este último se acaba de marchar hace como una hora.

Mon guardó la foto en su chaqueta.

― Vaya... ―suspiró con decepción―. ¿Sabe cuándo vuelve?

― No me he explicado bien, señor Delgado. El señor Alberto Ortiz ha dejado la habitación. Yo mismo llamé a un taxi. Iba a subir a arreglarla ahora mismo...

"¿Un taxi? Pero ¿no tenía chofer?", pensó Mon, extrañado.

― ¿Desea una café, tal vez? Invita la casa.

El detective no era de esas personas que rechaza una invitación así.

― Sí, por favor.

Mon tomó asiento en el vacío local, junto a una ventana desde la que ya se intuían los primeros copos de nieve caer. A los pocos minutos, el camarero le dejó una taza humeante de cappuccino frente a él.

― ¿Sería mucha molestia si ―dijo Mon, sacando algo del bolsillo interior de su chaqueta―, después de este cremoso café, que por cierto tiene una pinta estupenda, pudiese echar un vistazo a la habitación?

El camarero miró la mano del detective. Esta presentaba su identificación de detective, junto a un billete de veinte euros.

― No hay problema, señor. Voy a por la llave.

Aquello no tenía ni pies ni cabeza, aunque sí podía explicar aquel extraño comportamiento de su cliente.

El camarero dio una llave de la que colgaba un llavero de madera con el número cuatro.

La puerta permanecía entornada. Al empujarla Mon con el pie, descubrió unas manchas de color carmín en la puerta de acceso al baño. Se detuvo y sacó del bolsillo trasero de su pantalón un par de guantes de látex y una pequeña linterna. La luz del baño estaba encendida, en el lavamanos había también restos de sangre. A pesar de eso, nada más. La habitación no era muy grande, solo contaba con una cama de matrimonio, deshecha, un armario de doble puerta y un par de mesitas de noche. Una puerta acristalada daba al balcón, que ya comenzaba a verse blanco por la nevada.

El viejo ropero estaba vacío, a excepción de un sombrero de rayas, que Mon cogió sin pensarlo. Se quitó su vieja gorra y se colocó su nueva prenda sobre la cabeza. Un vistazo al espejo le hizo esbozar una corta sonrisa.

"Nadie lo va a echar de menos", pensó.

De repente, algo en la esquina llamó su atención, era muy pequeño, de color azul. Se agachó a recogerlo y vio que se trataba de una tarjeta de memoria SD, como las que se san en cámaras de fotos digitales. La introdujo en el bolsillo del pantalón y a su vez sacó su teléfono. Era hora de llamar a la caballería, aunque, como no, de forma anónima.

Abandonó el local y se dirigió a la parada del autobús. Pasó caminando frente a un puesto de venta de coches usados y le llamó la atención un viejo Mercedes de color gris. Debía de ser con toda seguridad de finales de los ochenta. El generoso ingreso de Alberto Ortiz pasó por su mente y fue el pequeño impulso que le faltaba para decir adiós al transporte público y salir rodando de allí con su nuevo clásico.

Estuvo un par de horas conduciendo entre paisajes nevados. Dios, cómo lo echaba de menos. Este era el primer coche que tenía desde que llegó a la ciudad germana. La libertad de movimiento que este le podía ofrecer era un nuevo escalón hacia su éxito en su nueva empresa.

MONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora