Era una tarde gris y lluviosa de martes cuando sentí ese hormigueo en el estómago que ya conocía bien. "Otra vez no", pensé arrepentido. Miré la hora en mi teléfono tronado: las 3:17pm. Todavía faltaban varias horas para mi cena, pero el apetito voraz ya se había desatado y nada parecía poder saciarlo.
Dejé caer la cabeza sobre el escritorio con dramatismo, haciendo crujir las tuercas de mi silla de oficina. Desde aquí escuchaba a Patricia, mi insoportable compañera de trabajo, charlar por teléfono sobre sus planes para el fin de semana largo que se avecinaba. "Tal vez deberías probar algún snack balanceado mientras tanto", gritó ella desde el otro lado de la pequeña división que separaba nuestras mesas.
Como toda respuesta, solté un largo quejido de agonía que traté de disfrazar como tos. Patricia no tenía ni la más mínima idea de por lo que yo estaba pasando en aquel momento, y no es que quisiera contárselo tampoco.
Verán, yo soy Felipe, un contador público de 37 años que lleva una vida normal y corriente. O al menos así era hasta hace unos meses, cuando la balanza empezó a marcar unos números cada vez más preocupantes. Así fue como empecé a buscar desesperadamente alguna solución a mi constante aumento de peso, y así fue como di con Ozempic.
Durante los primeros meses aquel sorprendente medicamento hizo maravillas conmigo. Las libras se esfumaban como por arte de magia mientras mi apetito se mantenía a raya. Recuerdo haberme mirado al espejo un día y decirle a mi reflejo obeso "no puede ser, ¡esto es un milagro!"
Pero como todo lo bueno, mi romance con Ozempic también tuvo que llegar a su fin. Ya sea por el alto costo de las recargas o por la simple pereza de seguir pinchándome cada semana, lo cierto es que dejé de inyectarme aquel liquido dorado que me había devuelto la esperanza.
Y he aquí donde comienza mi verdadero calvario. Apenas pasaron unos meses desde que dejé el tratamiento y las libras regresaron con voracidad, duplicadas. Pero lo peor no fue el repentino sobrepeso, sino la constante y atroz sensación de hambre que me embargaba día y noche desde entonces.
Recuerdo una vez despertar a las 3 de la mañana con un rugido en el estómago que apenas me dejaba respirar. Arrastrándome cual zombie, busqué desesperado en la alacena algo, lo que sea, que calmara aquella tortura. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había terminado una vez entera de bombones, panqueques congelados y sobras de pizza en frío.
Las mañanas siguientes despertaba tan lleno de culpa y asco que apenas podía moverme de la cama. Así pasé semanas enteras, atormentado por la ansiedad de la comida y luego hundido en una depresión post-atracones que me dejaba sin fuerzas para otra cosa que no fuera seguir comiendo.
Entre tanto, mi trabajo se iba al diablo. Llegué tarde, me retiré temprano con dolores de estómago. Dejé de responder emails, acumulé papeles y propuse soluciones ridículas a problemas simples, todo por estar pensando en mi próxima ración. Mi jefe no tardó en darme el mismo sermón de siempre, y Patricia no hacía más que quejarse.
Fue entonces cuando decidí que había llegado el momento de buscar ayuda. Entré a la consulta del doctor Carrasco con la cola entre las patas, admitiendo que había dejado el tratamiento de forma brusca y sin supervisión. El endocrinólogo sacudió la cabeza, decepcionado pero no sorprendido. Me explicó pacientemente lo que yo ya sospechaba: mi cerebro se había vuelto adicto a los efectos de la semaglutida y ahora sufría terribles síndromes de abstinencia.
- Tendremos que volver a empezar de cero - dijo con calma - pero esta vez haremos las cosas bien. Te recetaré Ozempic nuevamente, pero iremos reduciendo la dosis de a poco para que tu cuerpo se adapte de forma sana. También iniciarás terapia, ejercicios y una dieta estricta. Si cooperas, saldremos de esta.
Así que aquí estoy de nuevo, sometiéndome una vez más a los pinchazos semanales de esperanza en mi muslo. La ansiedad por los alimentos sigue ahí, aunque algo más controlada. Sé que el camino será largo y difícil, pero también sé que no puedo rendirme. No después de todo lo que mi pobre pancreas ha tenido que soportar por culpa de mis decisiones impulsivas. Ojalá que esta vez las cosas me salgan bien, y que tanto mi cuerpo como mi alma logren sanar. Solo el tiempo lo dirá.
Mientras tanto, tendré que seguir soportando los reproches de Patricia y sus planes de fin de semana. Al menos ahora tengo algo más con qué distraerme que no sea la cocina del refrigerador. Aunque no niego que todavía sueño con pizza a altas horas de la madrugada. Creo que mi pancreas y yo estaremos en recuperación por mucho tiempo.